PSICOTERAPIA FORMATIVA EN EL ADOLESCENTE
David Alberto Campos Vargas
Introducción
El adolescente lucha por abrirse campo en medio de un mundo que con frecuencia le es hostil o lo considera menos importante de lo que en realidad es. A menudo recibe todo tipo de calumnias y valoraciones negativas, que muchas veces expresan prejuicios profundamente arraigados en el inconsciente colectivo.
A lo largo de los siglos, al adolescente se le ha tratado de encasillar en un rol de minusvalía, inseguridad, irresponsabilidad y/o haraganería. Se le ha visto como un ser en estado de moratoria, incompleto, vago, pusilánime e indeciso. Nada más injusto.
Desconociendo sus aspectos más luminosos (solidaridad, sentido de equipo, capacidad de sacrificio, compromiso social, espíritu emprendedor, idealismo) y, en cambio, magnificando sus facetas más oscuras (inconstancia, dispersión, inconsistencia, fragilidad yoica, inestabilidad afectiva), en casi todas las sociedades contemporáneas el desdén hacia los adolescentes se presenta en diversos escenarios. A nivel institucional (empresas, colegios, universidades) los viejos intentan someterlos, y, si se encuentran en posición de subalternos, se niegan a reconocer sus capacidades y con frecuencia tratan de boicotear sus directrices. En el cine y la literatura de mala calidad (epítomes de la cultura light que tiene idiotizada a buena parte de la población en el siglo XXI), es reiterativo el cliché de los adolescentes bobalicones e insensatos que viven en medio de juergas, orgías y conductas temerarias. En todo el orbe, aún predomina la idea de que el líder debe ser una persona vetusta, y efectivamente el joven, así sepa dirigir y esté lleno de buenas ideas ideas, tiende a ser descartado (pues se tiene el prejuicio de que es incapaz e incompetente para puestos de liderazgo). Para rematar, numerosas figuras de la farándula (los grandes influenciadores de esta época) divulgan una imagen muy retorcida de los adolescentes, presentándolos como poco más que bestias instintivas, peligrosas e insaciables.
De otro lado, las psicoterapias tradicionales se suelen quedar cortas en el abordaje del adolescente, e incurren en el error de verlos como “niños que están aprendiendo a ser grandes”, o peor aún, “adultos incompletos”.
A muchos prejuiciosos les sorprendería saber que grandes obras de la literatura, la música y el arte han sido creadas entre los 12 y los 20 años de edad. O que la Historia ofrece numerosos casos de adolescentes y adultos jóvenes que han sido formidables gobernantes.
La verdad es que el adolescente merece mucho más respeto. No es, en modo alguno, ese sujeto atolondrado, flojo y lleno de falencias que algunos creen que es. Tampoco es un niño atormentado por los cambios corporales que vivencia, como a menudo se le caricaturiza.
El adolescente no es un niño crecido ni un adulto pequeño. Constituye un ontos especial, con unas características que exigen al psicoterapeuta formativo consideraciones técnicas especiales.
¿Qué desea un adolescente?
El adolescente desea especialmente tres cosas en su vida: ser valorado en su justa medida, ser respetado en su identidad y sus orientaciones, y sentirse amado. Veamos cómo:
a. El adolescente quiere ser valorado, quiere ser tenido en cuenta. Quiere que lo escuchen, que no menosprecien sus ideas ni sus iniciativas. Quiere superar la incómoda experiencia (que por desgracia vive a menudo) de ser tenido en menos por sus mayores.
Tengamos en cuenta que a nivel jurídico el adolescente ni siquiera es reconocido como ciudadano en muchos países del mundo (en los que la mayoría de edad se adquiere a los 21 años o después), o es tenido por ciudadano de segunda categoría, con derecho a voto pero con impedimentos para ser candidato a cargos públicos.
Recordemos, además, que al adolescente se le discrimina con frecuencia (sobretodo si es varón, pues el sexismo totalitarista del siglo XXI pretende achacarle al sexo masculino toda la culpa de lo malo que sucede en el mundo), se le ridiculiza (especialmente cuando se muestra crítico frente a las estructuras de poder establecidas y ejercidas por adultos), y se le excluye de reuniones de carácter religioso, cultural o comunitario, precisamente por el difundido prejuicio de que “no sabe comportarse”.
El adolescente necesita recibir, especialmente de sus padres y de sus otras figuras de autoridad, las debidas felicitaciones cuando hace las cosas bien. A veces los adultos tienden a olvidarse de esto. Están muy prestos a impulsar y felicitar al niño, aplaudiéndole sus logros… pero con el adolescente se restringen afectivamente, se vuelven demasiado parcos, mezquinos en encomios y/o palabras de ánimo. Tanto a nivel familiar como en el ámbito académico, dejan de elogiarlo y estimularlo. La triste contrapartida es que sí están listos a criticarlo, señalarle sus defectos y regañarlo. Como si de alguna manera asumieran que no pueden validar y acompañar al adolescente, sino fungir como objetos perseguidores.
b. Ser respetado en su identidad y sus orientaciones. Como día a día va cohesionando su self, va avanzando en su proceso de individuación y va definiendo su forma de ser en el mundo, el adolescente es ante todo alguien que está aclarando (aclarándose a sí mismo, y aclarándole al mundo) quién es. En este orden de ideas, poco ayudan los que se mofan de sus intentos de independencia, o los que miran con sorna o desprecio la forma en la que escoge ciertos referentes, ciertas figuras de identificación y ciertas creencias que le están dando justamente el terreno para definirse.
El adolescente es un buscador. Y para edificar su psiquismo, toma aquellas herramientas que el mundo le ofrece. Muchas veces cae en el juego de la cultura hegemónica de la época en la que vive, e incurre en la paradoja de volverse una persona muy poco original pretendiendo alcanzar la originalidad (por ejemplo, cuando se deja atrapar y queda inmerso en la superficialidad y la banalidad propias de la cultura light de la neoposmodernidad que estamos viviendo). Pero, también en muchas ocasiones, el adolescente consigue una identidad y una autonomía propias, y llega a ser único y diferente. Y lo triste es que es ahí cuando con más virulencia sus mayores lo atacan sin misericordia.
c. Sentirse amado. El adolescente, tanto como el niño, el adulto o el anciano, necesita amar y sentir el amor del prójimo. En la adolescencia todas las pulsiones, y de manera especial las que están al servicio de la vida, se hacen sentir poderosamente. El Eros busca expresión y gratificación, y dirige la conducta de forma notable.
Lo curioso es que muchos adultos, influenciados por concepciones erróneas acerca de la adolescencia, la crianza y la educación, hacen todo lo contrario: se distancian afectivamente del adolescente, dejan de lado la ternura y el cariño, se hacen fríos o tiránicos. Por la difundida (y claramente falsa) idea de que la dulzura y las manifestaciones de amor “ablandan” o “tuercen” al adolescente, muchos padres se niegan a sí mismos el placer de manifestar el cariño a ese hijo o a ese familiar que tanto aman. Y, de paso, le producen un daño inmenso.
También, por pura ignorancia, muchos adultos insensatos le dan al adolescente el mensaje (erróneo a todas luces) de que sólo se es en la medida en que se le niegue el ser al prójimo, y que la identidad se hace de forma egoísta y en solitario, compitiendo como una fiera agresiva e ignorando las necesidades del resto de los seres humanos. Con ello, sólo crean trastornados muy poco aptos para la vida en sociedad, egoístas y caóticos, muy proclives a las patologías de la personalidad.
¿Qué es un adolescente?
El adolescente es una persona que se organiza progresivamente. No desde la carencia, ni desde la ineptitud, sino desde la potencialidad.
Me explico: el adolescente no es un aprendiz de persona humana, es una persona con todas las partes listas para ser ensambladas. Los recursos ya están ahí. Deben ser puestos en marcha.
Usando un concepto aristotélico, puede afirmarse que el adolescente es un ser en potencia. En consecuencia, la psicoterapia debe ser catalizadora, movilizadora, para que dicho ser en potencia se estructure.
El adolescente tiene el sustrato. Requiere, tanto en la psicoterapia como en la vida cotidiana (especialmente en la relación con los individuos que son para él unas figuras significativas, como son los profesores, los padres, los amigos y los héroes personales), encontrar verdaderos catalizadores de esa obra que está forjando: su personalidad, su identidad, su vocación, su sentido de vida.
El adolescente merece una buena psicoterapia, no sólo como un camino creativo y expresivo para quitarse de encima temores y vivencias desagradables, sino también como oportunidad para aclarar dudas relacionadas consigo mismo y el mundo en el que vive, y, sobretodo, para encontrar una sólida cimentación de su existencia.
Objetivos terapéuticos
Las metas de la psicoterapia formativa (sentido de vida, plenitud existencial, reflexión filosófica, redefinición de sí mismo y del entorno, potenciación de aspectos espirituales y trascendentes, formación, integración armónica, cohesión del self, praxis, aprendizaje, adquisición de nuevos significados y nuevas estrategias de afrontamiento) deben aterrizarse a la especialísima condición del adolescente, situación que requiere de parte del terapeuta prudencia, paciencia y respeto infinitos.
La psicoterapia con el adolescente no puede convertirse en una lucha estéril. Por eso hay que evitar los enfoques demasiado dados a la confrontación y al debate. Tampoco puede ser una mera catarsis, o un simple ejercicio de asociación libre: se trata de una persona que requiere un direccionamiento y unos parámetros claros de qué es lo bueno, lo bello y lo deseable, y qué no. La consejería, la clarificación y el señalamiento, maniobrados con tacto y prudencia, son tan importantes como la interpretación.
Ahora bien, el terapeuta debe evitar la tentación de hacer de la consejería un ejercicio de adoctrinamiento del adolescente. Respetando la libertad y el criterio del paciente, sólo tiene que mostrarle con sutileza qué es lo adecuado y qué es lo inadecuado, qué es lo sensato y qué es lo insensato a la hora de vivir.
El adolescente está buscando un sentido a su existencia. Es una realidad en estructuración, un ser que se afirma y consolida en la medida en que se descubre. Por eso la psicoterapia debe darle las herramientas para hacer de su vida una vida interesante, fecunda y genuina, con total claridad con respecto a lo que es bueno y es ético hacer y asumir.
La familia nuclear puede estar presente durante la primera sesión. Esto por un lado disminuye la ansiedad derivada de muchos temores (del paciente y de los propios familiares) relacionados con el desconocimiento de la terapia, y por el otro posibilita tener una variedad de miradas con respecto a la situación del paciente y del sistema familiar. Varios autores de corrientes psicoanalíticas creen que esto es incorrecto porque supuestamente “contamina” o “sesga” al tratante. Lo que yo he visto es todo lo contrario: al entablar también un buen vínculo con la familia, el terapeuta tiene ya otros campos para actuar (y es evidente que la mejoría del sistema familiar se traduce en una mejoría del paciente, y que la mejoría del paciente se traduce en una mejoría del sistema familiar); otro aspecto positivo es que se involucra a los allegados y se les convierte en una verdadera red de apoyo para el adolescente. El sesgo, en vez de aumentar, disminuye, pues no se limita el proceso a una sola versión de los hechos, sino que engloba múltiples aspectos a tratar.
En la medida que transcurre la psicoterapia formativa, el terapeuta puede volver a citar a los familiares cuando las circunstancias le indiquen que es conveniente hacerlo: situaciones de matoneo escolar, conflictos con algún profesor, dificultades en el rendimiento académico o acoso en el ámbito educativo, entre otros. También cuando la familia requiera de una intervención (que deberá ser breve, pero eficaz), o cuando los padres soliciten un encuentro.
Con respecto a la última situación, el adolescente y su familia deberán tener en cuenta, siempre, que él es el paciente y el protagonista de la psicoterapia. Su confianza en su doctor no puede verse boicoteada por la vivencia de que hay “canales alternos de comunicación”. Por eso es clave que los padres entiendan su rol (de apoyadores y acompañantes) y no traten de reunirse en privado o contactar de forma secreta al tratante. Lo que deseen saber, o lo que deseen decir, debe ser trabajado en compañía del adolescente, que es la piedra angular del proceso.
Aún cuando existan “secretos familiares” (que las propias familias consideran más feos de lo que realmente son), es necesario recordar que dichos “secretos” enferman, perturban al sistema, y entorpecen el desarrollo de una personalidad sana en el paciente. Todo debe ser sacado a la luz, para ser minuciosamente trabajado, introyectado, asimilado, metabolizado, elaborado y aprendido apropiadamente. Eso sí, el terapeuta tiene que proceder con cautela y profesionalismo. Si eventualmente fueran necesarios varios encuentros para lograrlo, deberá concertarse con la familia que asista con el paciente cada tres o cuatro sesiones. De este modo, no se interrumpe la continuidad de lo trabajado con el paciente, y se evita darle la idea de que el “secreto familiar” o la ansiedad de sus padres priman sobre su proceso.
Como siempre, son muy importantes la empatía, la transparencia, la franqueza y el respeto por el paciente. Nada de mentiras, ni de actitudes fingidas, ni de acartonamientos, ni de impostaciones. También debe evitarse exagerar con el “buen humor”: el adolescente no necesita un bufón que lo haga reír, sino un experto que lo estimule en su camino de crecimiento personal.
Es tremendamente útil el empoderamiento del paciente, que debe ir de la mano con la diferenciación, la individuación y la concreción de una identidad bien forjada, armónica y ecualizada.
Cuanto mejor sepa el adolescente quién es, qué talentos tiene y qué desea en la vida, mayores serán sus posibilidades de plenitud existencial. Asimismo, tendrá mayores oportunidades para escapar de los peligros que el entorno le presente (conductas de riesgo, acoso, abuso y otras formas de maltrato, explotación laboral, vanidad, superficialidad, competitividad malsana, consumo de estupefacientes, discriminación, exclusión, frialdad afectiva, etcétera).
También he visto que la cimentación de la autoestima y el entrenamiento en habilidades sociales ayudan a prevenir muchas situaciones desfavorables para el adolescente. Para ello, el psicoterapeuta no debe quedarse con un solo modelo conceptual (ni siquiera basta con el de la psicoterapia formativa), sino que debe integrar con lucidez distintas perspectivas: por ejemplo, a la par que se busca una redefinición y una transformación de la personalidad pueden buscarse el ensanchamiento del Yo, el reprocesamiento a través de EMDR de algunas situaciones vivenciadas como traumáticas por el paciente, y la desensibilización progresiva en los escenarios que detonen su angustia.
La psicoterapia con el adolescente también incluye la promoción de conductas y hábitos de vida saludables, así como la detección temprana de factores de riesgo. Bien hace el psiquiatra que recuerda lo que aprendió en el pregrado de Medicina. Gracias a eso puede brindar al adolescente una atención completa, dentro de esa integralidad a la que está llamado todo especialista.
El adolescente debe adquirir dos cualidades básicas de las personas mentalmente sanas: tolerancia a la frustración y capacidad de espera. Con ellas, soportará las distintas dificultades de la vida con pericia, eficiencia y optimismo: las afrontará con madurez, sin caer en terrenos escabrosos como la adicción o la ideación suicida.
Encuadre con el paciente adolescente
El adolescente necesita de un encuadre firme, más no asfixiante. Precisamente porque el adolescente añora límites, ideales y normas claros, la psicoterapia debe ofrecerle la belleza de algo bien estructurado.
No puede haber lugar para el desorden, ni para la pérdida de límites, porque el sí mismo del paciente exige justamente un equilibrio tranquilizador, un orden reconfortante. En medio de su vivencia de cambio, el adolescente agradece mucho que algo sea estable, predecible y duradero.
Sé que en esta época tan desordenada la firmeza en el encuadre es mal vista por muchos, y hasta criticada. Pero insisto en que es sumamente benéfica en la psicoterapia con el adolescente: tal como el juego en el niño, puede erigirse en una situación organizadora del self, y en un espacio transicional valioso, en el que el adolescente entra para encontrar un equilibrio que no suele ofrecerle su entorno.
El tiempo de cada sesión no puede ser tan prolongado. A lo largo de mi carrera me he ido percatando que una sesión de una hora puede ser a veces insuficiente, pero una sesión de dos horas también llega a agotar al adolescente. Un tiempo prudencial de hora y media permite alcanzar los objetivos de cada sesión, y al mismo tiempo conservar el dinamismo y la frescura que el adolescente exige.
El diván puede ser bastante útil, así el adolescente por lo general se resista a usarlo al inicio. Tal resistencia debe ser respetuosamente comprendida. El terapeuta debe entender ciertas fantasías inconscientes (de dominación, de sometimiento, de acceso sexual, de agresión) que son verdaderos temores en muchos adolescentes. Tampoco puede asumir un rol que los familiares del adolescente por lo general escenifican, y caer en el error de enfadarse y obligarlo. Eso sería una torpeza. He visto que el paciente termina por aceptar la sugerencia de acostarse en el diván al cabo de dos o tres sesiones, cuando ya ha podido vislumbrar en el psicoterapeuta una figura adulta digna de confianza.
Mientras se llega al punto anterior, el diálogo cara a cara o con las sillas dispuestas en forma de L es el primer paso. Como el adolescente a veces puede sentirse intimidado o escrutado por la mirada del terapeuta, darle momentos de “descanso” (mirando a otra parte, durante unos segundos) es usualmente útil.
Algunos adolescentes (especialmente los que han tenido experiencias de abuso o maltrato) pueden sentirse francamente intimidados con la situación terapéutica: a ellos les viene bien permitirles, cada cierto tiempo, expresarse en el silencio, en el dibujo, en el juego, en la música, en la creación literaria. Eso sí, no debe cometerse el error de dejar prolongar el silencio más allá de uno o dos minutos, porque este tipo de adolescentes también tiende a vivirlo como agresivo u opresivo.
Con respecto al secreto profesional, hay que advertirle al adolescente, desde la primera sesión, que se romperá en el caso en que su integridad personal (o la de un tercero) se encuentre en peligro: ideas de muerte o suicidio estructuradas, consumo de psicotóxicos o fantasías de homicidio estructuradas. El adolescente también debe saber que en los dos primeros escenarios sólo se enterarán sus padres o acudientes, y en el tercero, además, la persona que corre peligro y las autoridades pertinentes (para que se pueda prevenir a tiempo un desenlace funesto).
Recomendaciones finales
El buen psicoterapeuta debe desempeñar con prudencia su trabajo, siendo discreto y respetuoso, a toda hora, con la información que el adolescente tiene la gentileza de compartirle. El apoyo y el direccionamiento deben ser tan sutiles que el adolescente sienta que su espontaneidad y su libertad son preservadas. Y debe tener una vida espiritual lo suficientemente fuerte como para poder lidiar con los sujetos que tratan de violar la confidencialidad de la historia del paciente (sobretodo cuando ese adolescente se ha convertido en una persona de cierta notoriedad), con la las mezquindades de algunos colegas (que creen que sólo ellos saben tratar este tipo de pacientes), y con las dinámicas patológicas de algunas familias e instituciones educativas.
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