martes, 7 de septiembre de 2021

LA AMABILIDAD EN EL DOCENTE UNIVERSITARIO, por David Alberto Campos Vargas

 

LA AMABILIDAD EN EL DOCENTE UNIVERSITARIO


David Alberto Campos Vargas*



“Prometí a Dios que hasta mi último aliento sería para mis jóvenes”

San Juan Bosco, Autobiografía


Introducción


La amabilidad, en cualquier persona, es un rasgo de carácter que abre puertas y allana caminos. En general, he observado que alguien amable consigue un nivel de crecimiento y consolidación de sus redes de apoyo familiar, comunitario y social tan alto, que la vida se le vuelve una cadena de alegrías y triunfos que parecen casi naturales. Y consigue un éxito que difícilmente logran otros (quienes consideran que la afabilidad, la buena educación, la cortesía y la urbanidad son “adornos innecesarios” o “signos de sumisión”… y ven cómo se les escapan las oportunidades de las manos). 

Y esa característica de la amabilidad (la condición de ser una variable relacionada con el éxito) también la he notado en personas no humanas: cualquier animal doméstico, en la medida en que exhiba más signos de amabilidad (dulzura y flexibilidad de temperamento, consideración con el otro, aptitud para la ternura, expresiones de afecto, predisposición a las conductas de acicalamiento), tendrá más posibilidad de supervivencia (tanto entre los suyos como en relación con el hombre), pues será menos propenso a ser golpeado, atacado o ignorado, y aumentarán sus posibilidades de ser protegido, cuidado, acariciado y alimentado.

En el campo de la educación también me he percatado de ello. El profesor que es amable suele tener un mejor pronóstico: clases más recordadas y comentadas; mayores tasas de participación, compromiso y entrega de parte de sus estudiantes; aumento en la posibilidad de ser reconocido y estimulado (lo cual, a veces, se acompaña de una mejora salarial, y siempre, de un ensanchamiento de la autoestima); mayor visualización y posicionamiento en el mundo académico (lo cual va incluso de la mano con qué tanto es leído, comentado y referenciado).

Lo llamativo es que, pese a todo lo anterior, el ser amable es una condición que en el campo de la docencia universitaria (y de la docencia en general) no ha sido lo suficientemente estudiado, y mucho menos promovido. De hecho, parece cada vez más relegado al ámbito de lo anecdótico o irrelevante, como si los aspectos psicológicos (didácticos, motivacionales, incluso transferenciales) de la relación maestro-estudiante se quisieran dejar de lado en un mundo cada vez más monetarizado y materialista.

Mientras que antaño muchos de los mejores pedagogos de la Historia (Domingo de Guzmán, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Juan Bosco) se destacaban por su amabilidad, ahora el ser amable es algo a lo que los educadores universitarios (y los mismos decanos, miembros de juntas directivas y dueños de universidades) no le prestan mucha atención.

Creo que si los académicos siguen creyendo, erróneamente, que la amabilidad del docente es una característica que nada tiene que ver con su calidad o su prestigio, terminarán atrapados en un laberinto sin salida: llegará el día en que ya no sean necesarios, pues todo, absolutamente todo (sí, incluso lo experiencial, el saber-hacer y el conocimiento práctico) lo podrán hacer unos robots bien programados y equipados con más información.  Si el ícono del profesor universitario amable continúa diluyéndose con el paso del tiempo, el propio ícono del profesor también desaparecerá. 

Rara vez se evalúa en un docente su amabilidad (su “don de gentes”, su capacidad de ser “buena persona”), mientras que sí se evalúan otras cosas como la puntualidad, la producción académica o el seguimiento del currículo. Y debo añadir que esto es tan triste como preocupante. 


¿Qué le está pasando al mundo?


En general, la gente anda cada vez más desconectada. La empatía, la simpatía y la amabilidad son cosas que escasean cada vez más. Es un fenómeno paradójico, teniendo en cuenta lo conquistado en cuanto a pluralismo, respeto a la diferencia, libertad y equidad en nuestro siglo (Campos, 2005). Es como si la Neoposmodernidad se viese inconclusa, o truncada, o su espíritu limitado a la adopción de un discurso falaz que no acepta ni valora realmente al prójimo. 

En líneas generales, los seres humanos nos hemos vuelto más tolerantes, menos sangrientos. Pero seguimos siendo igual de violentos. Puede que sea una violencia cada vez menos cruenta (excepto en sociedades claramente trastornadas, en las que la vida no tiene el halo de inviolabilidad que debería tener, y todavía los homicidios son algo cotidiano), menos dada a la expresión física de la agresión… pero más presta al despliegue de la agresividad simbólica, lingüística y social: el chantaje emocional, la manipulación (y a veces la franca explotación) del otro, los matoneos de todas las clases (incluido el cibermatoneo), los abusos, los techos de cristal (esas discriminaciones maquilladas de buenas intenciones, como la “opción preferencial” por determinado sexo, determinada etnia, determinado grupo  o determinada comunidad, que trata de “corregir” la desigualdad… creando otras desigualdades), las múltiples formas de descalificación, estigmatización e invalidación del prójimo (la denigración como forma de “conceptualización” distorsionada/caricaturizada del que no se acomoda a las expectativas o los cánones de quien lo denigra) y la actitud hostil de los distintos “ismos” de moda en esta época.

En efecto, es cada vez menos probable una tercera guerra mundial: los conflictos entre naciones tienden a dirimirse cada vez más por vías diplomáticas, o por complicadas negociaciones, que por el aniquilamiento brutal del contendor. Pero la agresividad ha tomado esos otros cauces tan nocivos (pues la agresión psicológica es incluso más dañina que la física) y tan rastreros (por lo mismo que le hacen el juego a los discursos hipócritas y las actitudes falsas y postizas de la “corrección política”), que hasta han desembocado en fenómenos inimaginables antaño, como el de los “haters”, “trolls”, “adalides” de las distintas ideologías en boga e “indignados” que pululan en las redes sociales (destilando veneno y enzarzándose en estériles discusiones). A la Humanidad le falta todavía mucho, muchísimo por aprender. 

Sí, es cierto que a un homosexual le puede ir mejor en el siglo XXI que en el XIX. Es verdad que un chiste racista es, hoy por hoy, mal recibido por la gente joven. También es verdad que en este mundo globalizado cada vez más ciudadanos se pueden sentir cosmopolitas, libres de ataduras o sometimientos a algún tipo de ideología, Estado o frontera (Campos, 2013). Pero también es verdad que a un heterosexual le puede ir peor en el siglo XXI que en el siglo XIX. Y peor si es hombre, blanco, cristiano y profesional (las categorías más ferozmente atacadas y vilipendiadas por las hordas de agresivos de la neoposmodernidad, que exigen para ellos tolerancia y respeto a sus derechos, pero a menudo son intolerantes y atropellan los derechos de los demás), porque se ha llegado a un nivel de misandria y descalificación de lo masculino, lo heterosexual y lo occidental francamente tóxico en los medios de comunicación y las redes sociales (Campos, 2021). Y también es cierto que pese a los avances en el área de las tecnologías de la comunicación, las personas se comunican cada vez menos genuinamente, y se da un despliegue de superficialidad, cultura light y utilitarismo: hay cada vez menos contacto, hay cada vez menos empatía, porque todo el mundo está intoxicado de narcisismo; tiende a desaparecer la relación franca y auténtica, desplazada por unas interacciones mucho más superficiales, limitadas e insatisfactorias. Y la amabilidad y la ternura son ridiculizadas y erróneamente homologadas a sumisión y pusilanimidad.

En efecto, en pleno siglo XXI, la inmensa mayoría de la gente asocia amabilidad y ternura con imbecilidad, ingenuidad y estupidez. Recuerdo, por ejemplo, a una colega que le contestó alguna vez a una paciente, ofuscada (y hasta ofendida), que ella “no era tierna y no estaba siendo amable, sino haciendo bien su oficio”. Y a los gritos. La paciente había creído que la elogiaba al decirle que era “una doctora muy amable y tierna” y que estaba agradecida. La reacción de mi colega, con la que estaba compartiendo el proceso de formación en Psiquiatría, es una buena muestra de lo que hablo. Estoy seguro que si la paciente le hubiera dicho a mi compañera que era “era doctora muy inteligente” (o “muy eficiente”, o “muy profesional”), el desenlace habría sido diferente. Y eso que era médica…Y eso que quería ser (y ahora, en efecto, es) psiquiatra. He visto la misma reacción en muchas otras personas. Como si ahora a la gente le fastidiara ser llamada tierna (Restrepo, 1994; Segura y Grellert, 2020). 

En general, la amabilidad y la ternura no son valores ni características exaltadas (ni siquiera estimadas) en esta época arrogante en la que la soberbia y la actitud militante se homologan (y muy, muy equivocadamente) con personalidad sana o segura de sí misma. Es porque en este Siglo del Narcisismo el individuo se pone por encima del resto del planeta (de ahí tanto egoísmo, y tan pobre conciencia ecológica), y las cualidades que sí son valoradas son las que recaen en el propio individuo y le brindan una “ventaja competitiva” con respecto a los demás: inteligencia, fuerza, poder (político, económico, simbólico), belleza física, productividad y eficiencia. 

En el ejercicio docente la situación se repite. La ternura, la dulzura y la amabilidad son percibidas como un riesgo. A mí me han dicho otros profesores, y hasta decanos, barbaridades como: “No sea tan amable, que le pierden el respeto”, “No les sonría a los estudiantes, que luego no le hacen caso”, “Deje de ser tan risueño, no les de la mano porque le cogen el codo” o “Usted los trata demasiado bien, y se la van a acabar montando”. ¡Nada más ajeno a la realidad! He sido respetado y obedecido, acatado y seguido por varias generaciones de médicos, psicólogos y enfermeros, y siendo fiel a mi principio de tratarlos con toda la exquisitez, la elegancia y el respeto posibles. Y todo eso de la mano con una alta exigencia académica, tendiente a formar excelentes profesionales.

A otros docentes amables, de pronto por tener un talante menos marcado que el mío (pues todo el mundo conoce mis creencias, mi fibra moral y mi lealtad y fidelidad conyugales), o por ser más jóvenes, les han dicho, además, sandeces como: “No sea tan amable que lo(a) malinterpretan, y pueden querer iniciar una relación sentimental con usted”, “Los profesores demasiado amables tienden a involucrarse sexualmente con el alumnado”, “Si se pone de cariñoso(a) luego lo(a) manosean, o peor aún, le inventan una calumnia diciendo que abusa de ellos”, “Cuidado con ser tan buena gente, que luego dicen que está saliendo con ese(a) muchacho(a)” o “No permita que lo(a) trate cariñosamente ningún estudiante, porque por ahí empiezan muchos noviazgos”. Quienes así hablan, demuestran estar llenos de prejuicios, y muy poca experiencia en este tipo de asuntos. Como miembro de distintos comités de Ética a lo largo de mi carrera, e investigador en este tipo de procesos disciplinarios, he llegado a concluir que la amable urbanidad y las buenas maneras son antes un elemento protector. El estudiante que ve en su maestro formalidad y sofisticación, espontáneamente tiende a respetar los roles y ponerse en su lugar, respetando el orden social y la jerarquía. En cambio, ahí donde nota rudeza, grosería, ordinariez, desparpajo e informalidad, el estudiante tiende a salirse de casillas, a irrespetar las estructuras y las jerarquías, y se hace más proclive a involucrarse de manera inapropiada con el docente.

A los anteriores maestros, que muchas veces me han consultado en calidad de pacientes, suelo darles las siguientes recomendaciones: a) combinar amabilidad y dulzura en el trato con alta exigencia académica (que los estudiantes vean que el buen trato no es sinónimo de laxitud o blandura en las calificaciones); b) exigirles el uso de sus títulos académicos para tratarlos (“Profesor”, “Doctor”, “Maestro”, “Jefe”, “Licenciado”, “Ingeniero”, según aplique a cada profesión) y jamás permitirles que los llamen por el nombre; c) ser tiernos con los alumnos a nivel verbal, pero jamás a nivel físico: están fuera de lugar todo tipo de caricias o acicalamientos, y el saludo jamás debe ser de beso; d) sólo compartir con ellos en espacios académicos y a la luz del día, evitando fiestas, bailes y otro tipo de invitaciones inadecuadas; e) jamás visitarlos en sus casas, o permitir visitas de ellos; f) tener una fuerte vida religiosa, que permita tener un espíritu templado, armónico y continente; g) nunca consumir licor u otro tipo de psicotóxicos, que nublan la razón y debilitan el alma; h) sólo tocar temas relacionados con la asignatura, y jamás ponerse a hablar con ellos de asuntos eróticos o fantasías sexuales; i) imponerse e imponer un respeto absoluto a los espacios (algo que la pandemia de Covid 19 nos ha ido enseñando a las culturas tradicionalmente efusivas y dadas al contacto corporal: el distanciamiento social); j) practicar actividad física y deportiva con regularidad; k) tener unos horarios de sueño y alimentación ordenados, dándose una disciplinada calidad de vida; l) asistir a psicoterapia; m) orar y meditar varias veces al día; n) aunar amabilidad con formalidad y elegancia supremas. Cuando siguen a pie juntillas estas recomendaciones, los profesores brillan con luz propia y logran hacerse querer y respetar, llevando la relación maestro-estudiante a niveles óptimos, de máximo beneficio para ambas partes.

En resumen, la amabilidad es perseguida o mal vista porque se asocia erróneamente, en el imaginario colectivo, con riesgo para el profesor (a no ser obedecido, a ser minusvalorado, a ser irrespetado), con riesgo para el estudiante (a ser seducido, a ser abusado, a ser explotado) o con riesgo para ambos (a incurrir en relaciones inapropiadas o actitudes poco éticas, o a “pasar a los estudiantes” modificando la nota final por puro sentimentalismo o simpatía, o sobrepasarse con gestos o caricias indebidos, o a mostrar laxitud y mediocridad en el desempeño). Y eso es lo que me espanta. Si persisten esas creencias, se perpetuará la falsa dicotomía entre el ser un “buen profesor” (exigente, estricto, disciplinado, de ética intachable) y el ser amable. Tal vez esa dicotomía venga de los orígenes mismos de nuestro sistema educativo (Campos, 2016) y de la imagen idealizada de la figura de autoridad dominante, mandona y represiva a la que muchas personas, en todo el orbe, están aspirando (porque consideran que es la forma de ser “exitosas”), pero me parece gravísimo que se haya instalado en la mente de las comunidades universitarias, y que hoy esté amenazando casi con la extinción al profesorado amable y carismático (que resulta ser el más motivador).


Un diagnóstico personal


No me espanta la subjetividad. Los que se autodenominan “objetivos” de manera recalcitrante me despiertan una profunda desconfianza: detrás de su pretendida imparcialidad no suelo encontrar sino montones de prejuicios, sesgos y favoritismos. En realidad, la “objetividad” no es sino una sutil (y no siempre conserva esa sutileza) forma de imponerse y de aplastar al otro (Maturana, 1997). En ese orden de ideas, expondré lo que he vivido como estudiante.

He tenido profesores fascinantes, que han despertado mi curiosidad y me han estimulado a escribir, descubrir y crear. Personas de bien, impecables, gustosamente entregadas a su labor docente. También me ha tocado padecer a unas bestias innombrables (déspotas, mediocres engreídos, resentidos mal disimulados, fanáticos, tarados muy necesitados de psicoterapia). 

En general, he notado (y no me parece que deba ser así) que la amabilidad de los docentes va disminuyendo en la medida en que sus estudiantes van envejeciendo. En el preescolar, los profesores son mucho más propensos a las palabras cariñosas, los halagos, los estímulos de todo tipo. Eso disminuye en la primaria, se hace anecdótico en la secundaria, y desaparece casi por completo en la universidad (al menos durante el pregrado).

Recuerdo con cariño (y no creo que me olvide de ellas jamás) a Socorro, Mariela, Alicia y Marta, mis profesoras del Jardín Infantil. ¡Qué profusión de elogios (y a estas alturas logro ver que eran inmerecidos, pero necesarios para ir cimentando bien mi personalidad), cuánta ayuda! Qué acompañamiento tan amable. Y qué interesante: ellas eran la totalidad del staff docente. 

Ya en la primaria, no todos los profesores eran especiales. Tuve que padecer, en segundo año, a un bruto acostumbrado a los gritos y las amenazas. Y a otros profesores demasiado rudos, por no decir groseros. No es casualidad que sólo tres de ellos (Segundo de Jesús Márquez, Pedro Julio Gallo y Ricardo Rocha) hayan dejado un bonito recuerdo en mi psiquismo…Y ellos representan ¡sólo un 10% de los maestros con los que tuve contacto en esos años! 

En la secundaria la cosa mejoró, porque me cambié a un colegio fiel a la filosofía de san Juan Bosco (que él denominó Sistema Preventivo, y que sigue siendo un modelo pedagógico exitosísimo), y puedo afirmar que casi el 90% de los docentes supieron darme el acompañamiento y el apoyo necesarios para terminar de estructurar mi personalidad, corregir mis debilidades y potenciar mis talentos. 

El pregrado en Medicina me expuso a múltiples malos tratos. Mis compañeros de semestre y yo estuvimos expuestos a los peores sujetos que he conocido dentro del ámbito educativo. Todos los docentes eran médicos prestigiosos, y tenían al menos una especialidad. ¡Pero qué malas personas eran muchos de ellos! Incapaces de felicitar aún cuando se hacía un trabajo excelente. Incapaces de agradecer. Incapaces de pedir excusas cuando se enojaban de manera desproporcionada. Me salvó ser un estudiante aplicado, pero presencié muchos atropellos, y me tocó también aguantar “explosiones”, insultos y rabietas de mis profesores. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que los docentes realmente amables que conocí en el pregrado representaron si acaso un 20% de la totalidad del cuerpo docente.

Realizando la especialización en Psiquiatría tuve profesores estupendos, bien preparados y con gran experiencia clínica. Pero tuve el dudoso honor de conocer a dos docentes que además de engreídos y arrogantes, eran francamente groseros. Recuerdo a una, que ni siquiera era médica (tal vez eso contribuía al mal trato que nos daba, por mecanismos de envidia inconsciente), era bastante torpe como clínica y sabía muy poco (pero estaba enseñando ahí por “recomendaciones”, porque la corrupción también llega al mundo académico). Esa pobre mujer llegaba siempre con el ceño fruncido (“de mala cara”), a dar la clase de mala gana, y destacaba por su trato descortés. El otro era un sujeto claramente neurótico, que incluso nos manoteaba, nos decía groserías y nos alzaba la voz. De ese pudimos aprender un poco más, porque algo sabía, pero nada le daba derecho a tratarnos de ese modo.

Curiosamente, en la medida en que fui ascendiendo a nivel académico me fui encontrando con verdaderos maestros: investigadores brillantes y al mismo tiempo personas gentilísimas. Dispuestos a enseñar. Respetuosos. Y todos tenían una hoja de vida impresionante. Ellos me confirmaron lo que, cuando era niño, había escuchado a mi padre: “Entre más grande y sabia es una persona, más humilde y amable es”. 

Estudiando Filosofía y Teología tuve también la experiencia de encontrarme con algunos sujetos que no sentían amor por lo que hacían, pero que estaban ahí ex profeso para sentirse “fuertes”, tratando rudamente a sus estudiantes. Es una regla infalible: entre más ignorantes, más tiránicos. Cuanto menor sea su grado académico y su lustre profesional, mayor su tendencia a apabullar al estudiante. Por fortuna, fueron tres casos aislados. Los demás profesores fueron verdaderas estrellas acostumbradas a guiar amorosamente con su luz.  


La situación actual 


Necesitamos formar personas no sólo “políticamente correctas”, sino genuinamente humanas: capaces de amar, amables y solidarias. Algo muy distinto a lo que se presenta en la actualidad: sujetos que posan de ser “buenas personas” pero en realidad sólo son “tolerantes” en la medida en que nadie los contradiga o se interponga en su camino, y que usan un léxico “circunspecto e incluyente” en ocasiones (con sus adeptos y aliados ideológicos) pero se desbordan en violencia la mayoría de las veces. Esos “políticamente correctos” que no son genuinamente correctos, tienen un alma teñida de narcisismo y prejuicio, y viven descalificando a quien piensa o actúa distinto (quien no encaja dentro de su agenda mal llamada “progresista”).

En este orden de ideas, los docentes (y hablo de docentes en todo nivel, aunque el tópico de este ensayo sea el universitario) estamos llamados a ser agentes de humanización. No se trata de producir más gente competitiva, productiva y deseosa de “quedar bien” (gente hipócrita, con un discurso que posa de humanista y tolerante pero una existencia egoísta y agresiva): eso es lo que muchos “expertos en Educación” han estado haciendo desde la segunda mitad del siglo XX, tratando de implementar su visión utilitarista de corte anglosajón (en el que todo se reduce a desarrollar “competencias” para luego salir a “la competencia”, es decir, a luchar despiadadamente con el resto de la Humanidad). Lo nuestro debe ser distinto. 

Necesitamos ser verdaderos agentes de cambio, y forjar unos ciudadanos que el día de mañana no se queden en el discurso farsante de muchos fanáticos ideologizados (que hablan de cooperación, solidaridad, equidad y compromiso social…mientras piensan cómo sacar provecho de la situación, cómo favorecer a sus respectivos grupos y cómo discriminar, descalificar y llevarse por delante a los demás), ni en la palabrería ornamentada pero estéril que he visto en muchos neoposmodernos (expertos en hablar de inclusión, democracia y pluralismo de dientes para afuera, y muy dados a pasar por encima de los demás en su fuero íntimo).

En consecuencia, debemos empezar a dar ejemplo y tratar con amabilidad a nuestros estudiantes. Llegará el día, si ese buen trato es consistente, coherente y sistemático, que ellos aprenderán a tratar con amabilidad al resto de la gente. Y el mundo se hará más amable. Un mejor lugar para vivir. 

No es una utopía. Ser buenas personas (amables, empáticas y consideradas con el prójimo), y formar buenas personas, es una realidad que los docentes tenemos que construir. Está en nuestras manos. Es posible. Y es urgente.

Con el trato amable no sólo formaremos mejores seres humanos (y por ende, construiremos sociedades más sanas), sino que también tendremos otras victorias: nuestros estudiantes pondrán más atención a nuestras clases y las recordarán mejor, y cada encuentro tendrá mucho más dinamismo (en la medida en que los estudiantes se sentirán menos cohibidos, más dispuestos a participar); nos sentiremos más plenos en nuestro quehacer (pues recibiremos una retroalimentación positiva, como toda persona amable: también los estudiantes serán más amables con nosotros, y tendremos un clima laboral feliz, sin fricciones ni amarguras); nuestros estudiantes se sentirán más motivados y se comprometerán en mayor medida con nuestra asignatura (y aparecerán monitores, ayudantes e investigadores de manera espontánea); tendremos también mayores estímulos en nuestro trabajo, tanto simbólicos (felicitaciones, memorandos, premios) como concretos (ascensos, nombramientos de planta, mejoras en el sueldo).

Otra ganancia de empezar a ser más amables como docentes universitarios es  que podemos ir rompiendo el estigma que pesa sobre el profesor amable (al que se suele creer laxo, mediocre, poco comprometido con su trabajo o confianzudo con sus estudiantes), y allanando el camino para que la dicotomía buen profesor versus profesor amable sea superada.


¿Cómo definir a un docente universitario amable?


Estas son las características psíquicas de una persona amable: se hace querer, tiene don de gentes, tiene un comportamiento caritativo hacia todos los seres; por su actitud afable y afectuosa se hace merecedora de ser amada (Caballo, 2005).

En mi opinión, el docente universitario es amable cuando muestra dulzura y ternura con sus estudiantes pero mantiene el nivel de exigencia, madurez, templanza y mesura que van de la mano con su estatus de figura de autoridad. Es amable cuando ama a sus estudiantes y quiere lo mejor para ellos, pero es mesurado en la expresión de su afecto (sin ser confianzudo y sin traspasar los límites que la ética, el pudor y la decencia determinan). Es amable cuando escucha a sus estudiantes y se muestra lo suficientemente flexible como para atender sus necesidades, pero al mismo tiempo hace respetar el encuadre, los horarios, el currículo y el desarrollo normal de la asignatura.  

Un bello retrato de un docente amable lo hizo el propio santo Domingo de Guzmán (él mismo un educador erudito y convincente, fundador de la Orden de Predicadores) cuando instó a sus discípulos, los monjes dominicanos, a ser “fieles servidores de Dios y de los hombres, siempre amables y dulces, dispuestos a iluminar con la prédica” (Domingo de Guzmán, 1221).

Otro tanto, esta vez a propósito del mismo Domingo de Guzmán, lo hizo el beato Jordán de Sajonia: “…No le faltaba aquella caridad que tiene su máxima expresión en dar la vida por sus amigos. Con esta caridad Domingo se iba ganando la amistad de todos.” (Jordán de Sajonia, 1236).

Y es que, aunque la Iglesia ya contaba con verdaderos campeones de la amabilidad (san Juan, san Pablo, san Lucas, san Antonio Abad, san Francisco de Asís, san Antonio de Padua, entre otros), santo Domingo marcó un hito porque fue el primero en complementar el sermón del púlpito y la labor evangelizadora de corte misionero con la prédica hecha desde la cátedra universitaria, en calidad estrictamente docente. Fue un hombre entregado a los libros que entendió, como san Agustín de Hipona, que no se ganaban fieles con la espada, sino con la enseñanza.

Obviamente, un carácter afable como el de aquél gran lector y orador atrajo a muchos estudiosos. No fue una casualidad que las mentes más brillantes de Europa, en el siglo XIII, se afiliaran a su Orden de Predicadores (Jedin, 1975). Uno de sus novicios fue el médico, filósofo, teólogo, geógrafo, biólogo y astrónomo san Alberto de Böllstadt, llamado Alberto Magno y Doctor Universal dada su vasta cultura y su mente versátil e ilustrada, capaz de indagar en todas las ramas del saber.  

De san Alberto uno no puede sino maravillarse. Fue un docente universitario excelente, con una trayectoria difícil de imitar (catedrático en las universidades de Padua, Colonia y París; obispo de Ratisbona) y una personalidad sumamente atractiva. Se cuenta de este santo que “como ningún aula de la Universidad de París podía albergar a todos los que querían escucharle, dictaba sus clases en plazas públicas y parques” (González, 1894).   

Un elemento interesante de la labor de san Alberto como maestro fue su condición de “orador agradable y elocuente” (Martínez, 2010) que daba al mismo tiempo ejemplo de “humildad, don de gentes y pobreza absoluta” (Benedicto XVI, 2010). Con ello quiero recalcar que sí se puede ser un gran investigador, un escritor formidable (de hecho, sus obras completas suman 21 volúmenes) y un profesor brillante, y al mismo tiempo una buena persona, de conversación gustadora y buen trato a los estudiantes.

Discípulo de san Alberto Magno, y tal vez el filósofo más sistemático y consistente de todos los tiempos, santo Tomás de Aquino (1224-1274) fue un hombre completamente consagrado a Dios y a la Academia. Enseñó Filosofía y Teología en Nápoles, Viterbo, Colonia, Roma y París. Todos sus biógrafos coinciden en que a su gran amabilidad unía una pureza de corazón extraordinaria: así, en su trato con sus estudiantes y con las otras personas, siempre conservó el halo virginal y limpio de los hombres castos. También trató con notable elevación moral a muchas mujeres (que asistían a sus eucaristías con devoción, por ser un predicador de primer orden y un hombre ya en vida considerado santo).  Nunca tuvo acercamientos inadecuados o palabras fuera de lugar (Gui, 1937). 

Pese a ser un hombre aristocrático (su familia era noble y poderosa), de buen gusto y refinadas maneras, santo Tomás jamás se dejó seducir por un estilo de vida muelle, o por la buena mesa, o por los cargos de poder. Vivió voluntariamente en extrema pobreza, y rechazó varias veces convertirse en abad u obispo (De Lucca, 1980). ¡Cuánto deberían aprender de un hombre así tantos profesores universitarios, que llenos de envidia y mezquindad andan siempre husmeando cuáles son los ingresos de sus colegas, o pero aún, intrigando para buscarles la caída!    

Otro elemento del Doctor Angélico era su clara conciencia de que al iluminar a sus estudiantes cumplía una labor de caridad. Y también por eso era amable. Un ser amable es un ser caritativo. Y en el ámbito de la docencia, no hay mayor caridad que el deseo de compartir todo el conocimiento (con los otros docentes, con los estudiantes, con el público en general). Así era él. Muchos de sus colegas eran también sus contertulios, como Tomás De Lucca o Guillermo de Moerbeke; él los admiraba y leía sus trabajos y traducciones, y al mismo tiempo les daba a conocer los borradores y adelantos de sus obras (Forment, 2007).  

En el magisterio de San Juan Bosco también he encontrado datos muy iluminadores, que me confirman en la idea de que un docente universitario entre más amable es más idóneo. Don Bosco nunca enseñó en universidades, sino en lo que hoy llamaríamos Institutos Técnicos Superiores. Pero lo incluyo en este ensayo, por varios motivos: a) escribió prolíficamente sobre pedagogía y didáctica, proponiendo un modelo aún vigente; b) inspiró a otros grandes pedagogos, como Maria Mazzarello, Maria Montessori y Miguel Rúa; c) creo que el enseñar una carrera técnica es a veces más exigente que el enseñar una carrera profesional, puesto que uno se encuentra (yo también enseñé en un Politécnico durante un periodo de mi carrera docente, entre 2009 y 2011) con alumnos adultos, muchos de ellos ya con exigencias económicas mayores (como la de sostener una familia) y con múltiples estresores (que por un lado dificultan su formación académica, pero por otro los hacen ser mucho más agradecidos por la oportunidad de estudiar).

El afán de san Juan Bosco, primero en Turín, luego en Italia, y después en todo el mundo (llegó hasta la Patagonia en su deseo de ayudar a los jóvenes educándolos), fue el de prevenir que chicos y chicas de escasos recursos cayeran en el mundo del hampa y la prostitución. En consecuencia, tuvo el buen tino de captar que no necesitaban limosnas, sino un oficio que los hiciera económicamente independientes (Sálesman, 1998).

La amabilidad del profesor Bosco era proverbial. De hecho, solía llamar amigos a sus estudiantes, compartía con ellos todo tipo de actividades (desde adivinanzas, obras de teatro y juegos de pelota… hasta exigentes pruebas de equilibrio y acrobacia), y era en todas sus clases sumamente afectuoso con ellos (paternal, en el pleno sentido de la palabra). El santo no cesaba de repetirles: “Estad siempre alegres” (Bosco, 1982).

Consciente de la importancia de lo afectivo, lo motivacional y lo actitudinal en el desempeño de un buen docente, se propuso a sí mismo una interesante disciplina: la de hacerse amable, el más amable de los educadores. Para ello se inspiró en San Francisco de Sales, un santo famoso por la dulzura de su carácter (el hombre más amable de todos los tiempos, después de Jesús, para muchos hagiógrafos e historiadores). Y decidió bautizar Salesianas a sus comunidades y obras (Schiele, 1997).

Lo interesante es que, a pesar del inmenso cariño que inspiraba (sus “muchachos” corrían a abrazarlo tan pronto lo veían llegar, casi siempre de visitar enfermos o de pedir ayuda para sus múltiples obras), siempre mantuvo una actitud correctísima, casta y pulcra. Jamás cruzó esa sana línea que hay entre el cariño viril de un padre adoptivo (sus estudiantes eran miles de niños rescatados de las calles, que no tenían otro hogar que un colegio Salesiano) y la muy censurable actitud de erotización y manoseos indebidos (a veces abusos sexuales francos) que tristemente han protagonizado algunos docentes a lo largo de la Historia.

Otro rasgo de Don Bosco, que creo que define a un buen maestro, fue un optimismo a toda prueba. De hecho, en vida se enfrentó a muchos problemas, tanto políticos (las autoridades locales y nacionales en la Italia de su época fueron en general muy hostiles a las comunidades religiosas, y muchos lo tildaron de “agitador” y “sedicioso” por su entrega a los más necesitados) como económicos (nunca tuvo un apoyo “oficial”, ni siquiera del Vaticano, para sus proyectos…el que lograra siempre llevarlos a cabo lo atribuyó siempre a la Divina Providencia y a la Virgen María, a la que denominaba amorosamente María Auxiliadora, siguiendo a san Juan Crisóstomo). Y me parece francamente encomiable esa fe esperanzada, aún en medio de acreedores y gendarmes, y otros enemigos, que en cierto sentido me recuerda a la de otros pedagogos que he admirado, como Paulo Freire.  


A modo de conclusión


Como señaló Bowlby, la figura del cuidador de un niño es fundamental: lo hace sentir protegido y seguro, y viene a ser una figura paterna simbólica (Bowlby, 1972). Es evidente que la figura del maestro es vivida como una figura cuidadora, tanto a nivel consciente como inconsciente. Y también como figura de autoridad, que complementa a los padres y a otros familiares significativos como guía y presentador de lo que es correcto y de lo que es incorrecto (Campos, 2012). Y como figura de imitación, en tanto que se erige en modelo (casi nunca de manera consciente) por ese estudiante con el que se relaciona (incluso cuando él o el estudiante intentan evitarlo).


Siempre he creído que los maestros son figuras sumamente significativas para la vida psíquica del estudiante. En la relación maestro-estudiante hay todo un entramado de introyecciones, proyecciones, experiencias emocionales y factores psicodinámicos en juego (Campos, 2012). Y esto ocurre en todas las edades. También el veterano estudiante de doctorado o posdoctorado requiere un profesor afectuoso y muy consciente de su rol (como apoyador, acompañante y guía, y también como figura paterna o materna inevitable). Por eso insisto en que es preocupante que en la docencia universitaria rara vez se toque la amabilidad como oportunidad para optimizar los procesos de enseñanza-aprendizaje. Por eso quise hacer este ensayo. No puede ser que la amabilidad y el buen trato, tan frecuentes en el kinder, se vayan perdiendo en la medida en que el estudiante avanza en sus niveles de formación. No puede ser que el docente universitario pretenda desligarse de esta esfera afectiva y se atrinchere en una actitud narcisística, muchas veces hostil y despectiva, que no contribuye a formar buenas personas. 

Así como en los estudiantes de primer grado se evidencia una correlación entre su estado afectivo y la misma forma en la que aprenden, o les cuesta aprender (Maldonado y Carrillo, 2006), en los estudiantes (y docentes) universitarios lo emocional/motivacional es de suma importancia, y depende en gran medida de cuán amable y tierna sea la interacción en el aula. Lo he visto a lo largo de toda mi carrera, como médico psiquiatra y como docente.

Espero que este breve trabajo sirva para abrir camino a otros que deseen profundizar en el tema. Estoy convencido que del rescate y la revaloración de la amabilidad en el ejercicio de la docencia podremos salir ganando todos. 



REFERENCIAS


1. Campos Vargas, D.A. ¿Qué es la Neoposmodernidad?, Santiago de Chile, 2005

2. Campos Vargas, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013

3. Campos Vargas, D.A. La Psicoterapia Formativa frente al chantaje emocional. Armenia, 2021.

4. Restrepo, L.C. El derecho a la ternura, Bogotá, 1994

5. Segura, H. y Grillert, A. Ternura, la revolución pendiente. Esbozos pastorales para una teología de la ternura. Barcelona, 2020

6. Campos, D.A. La buena educación no puede ser una educación prohibida, Armenia, 2016

7. Maturana, H. La objetividad: un argumento para obligar, Santiago de Chile, 1997

8. Caballo, V. Los Trastornos de Personalidad, Madrid, 2005

9. De Guzmán, D. Constituciones de la Orden de Predicadores, Bolonia, 1220

10. De Sajonia, J. Cartas a Diana de Andalo y otras religiosas, París, 1270

11. Jedin, H. Manual de Historia de la Iglesia, Tomo IV, p.300, Madrid, 2001

12. González, Z. Historia de la Filosofía, Tomo II, p. 80, Madrid, 1894

13. Martínez, M.A. Vidas de Dominicos, p. 34, Salamanca, 2010

14. Benedicto XVI, Alberto Magno, el científico y el santo. Audiencia Papal del 24 de marzo de 2010 

15. Bernardo Gui, Vida de Santo Tomás de Aquino, p.161, Roma, 1937

16. De Lucca, T. Historia Eclesiástica Nueva, Libro XXII, c. 17, Roma, 1980

17. Forment, E. Santo Tomás de Aquino. El oficio de sabio, Barcelona, 2007

18. Sálesman, E. Las aventuras de Don Bosco, Buenos Aires, 1998

19. Bosco, J. Autobiografía, Madrid, 1982

20. Schiele, R. Vida de San Juan Bosco, Madrid, 1997

21. Bowlby, J. Cuidado maternal y amor, Madrid, 1972

22. Campos, D.A. Aspectos psicodinámicos de la relación maestro-estudiante, Bogotá, 2012

23. Campos, D.A. ¿Por qué nos aburrimos en la escuela?, Bogotá, 2013

24. Maldonado, C., Carrillo, S. Teaching with affection: characteristics and determinant factors in teacher-student relationships, Bogotá, 2006


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David Alberto Campos Vargas

 

Médico y cirujano - Pontificia Universidad Javeriana

Especialista en Psiquiatría - Pontificia Universidad Javeriana

Neuropsiquiatra - Pontificia Universidad Católica de Chile

Neuropsicólogo - Universidad de Valparaíso

Filósofo - Universidad Santo Tomás de Aquino

Teólogo - Obispado Castrense de Colombia


Cómo citar este artículo: Campos Vargas, D.A. (2021) La amabilidad en el docente universitario. Revista Virtual de Psicoterapia Formativa, Septiembre de 2021.


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