domingo, 12 de septiembre de 2021

RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE, por David Alberto Campos Vargas


RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE


David Alberto Campos Vargas*


A mi amada Ana Ximena


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El buen médico es un instrumento de Dios. Con su arte, su saber, y especialmente su personalidad y su manera de ser, se pone al servicio del prójimo en su labor. Escucha al que habitualmente es ignorado o menospreciado. Consuela al afligido. Acompaña al que se siente solo. Apoya al que necesita respaldo. Guía a quien necesita orientación. Alivia o al menos mitiga los síntomas del que está sufriendo. Sana al enfermo. Recupera al que se siente perdido o incapaz. Aconseja al que corre peligro o se halla frente a una encrucijada existencial. Disminuye el dolor y trata de que no se convierta en sufrimiento. Restablece la salud y el vigor del que se encuentra débil. Ayuda al necesitado. Alienta la maduración y el crecimiento personal de quien lo consulta. Es, cuando entiende su misión, un servidor de la Humanidad.

Por eso el ejercicio de la Medicina es una oportunidad grandiosa de apostolado y filantropía. Doctores, enfermeros, maestros, sacerdotes, bomberos y psicoterapeutas hacen trabajos excepcionales, que permiten un gran despliegue de conductas altruistas. Son oficios de naturaleza claramente espiritual. Posibilitan tales transformaciones y avances, que no sería exagerado afirmar que constituyen un camino hacia el Cielo. Y el ser médico, como faculta para tratar las tres dimensiones del hombre (su cuerpo, su mente y su espíritu), produce algo sumamente especial: la posibilidad de un abordaje total (holístico, integral, completo) del paciente, que constituye una vía de mejoramiento para los dos (pues el médico también se ve llevado hacia unos cuidados cada vez mayores de su propio cuerpo, su propia mente y su propio espíritu, al hacer parte de la diada terapéutica y experimentar la sinergia médico-paciente). 


2


Los médicos deben estar a la altura de tan noble ministerio: ejercerlo con grandeza, a sabiendas de la enorme importancia que tiene el abrirse al Otro (así, en mayúscula, tal como lo entendía Levinàs), recibir al Otro, entender al Otro: ese prójimo llamado paciente. Un prójimo que además de la dolencia específica que constituye su motivo de consulta tiene todo un universo de vivencias, anhelos, valores, necesidades, aspiraciones, fortalezas, recuerdos, recursos y herramientas que podrán potenciarse y aprovecharse para el restablecimiento de su salud física, mental y espiritual. 

Por eso no basta centrarse en el defecto, la carencia o el problema. El acto médico no se agota en el diagnóstico, la clasificación nosográfica o el tratamiento. La relación médico-paciente es una estrecha relación entre dos personas que pueden mejorar (y en todas las dimensiones de la vida). Y, en consecuencia, la corrección de las anomalías (anatómicas, fisiológicas, histológicas, celulares, moleculares, genéticas, mentales, espirituales) es apenas un aspecto del acto médico. Las peculiaridades de la relación médico-paciente hacen que el acto médico sea también encuentro amistoso, reunión fraterna, alianza, diálogo, consejería, espaldarazo, acompañamiento, distensión, catarsis, relajación, reordenamiento, asesoría, apoyo terapéutico, reflexión, psicoeducación, motivación para el cambio, elaboración de un plan de vida.  

Todo acto médico debe estar impregnado, en consecuencia, de una caridad inmensa. De auténtico amor. Si no hay amor al prójimo, no puede haber un buen servicio. Todo acto médico es un encuentro maravilloso, una actualización de la relación médico-paciente, una verdadera comunión espiritual. El paciente y su sistema familiar tienen la ocasión de descubrirse a sí mismos, identificar puntos positivos y oportunidades de mejora, consolidar lo bueno, modificar aquello que no es saludable ni adaptativo, aprender, descargar sus afanes y angustias, reorganizarse y optimizar su funcionamiento, planificar y llevar a cabo estrategias conducentes al bienestar, redescubrir las interacciones afectuosas y validantes, en fin, retomar la senda de la salud integral. Un encuentro transformador, insisto, también para el doctor, que tiene la posibilidad de hacerse más compasivo y comprensivo con la condición humana, más consciente de su propia naturaleza, más sabio, más amoroso y más útil: más capacitado para amar y servir.


3


Por todo lo anterior, tengo el firme convencimiento de que en las Facultades de Medicina se debe empezar a estudiar y asimilar todo lo relacionado con la relación médico-paciente. Esto no sólo incluye el sensibilizar y divulgar, sino también el consolidar (hacer parte de la praxis médica) una serie de estrategias para fortalecer ese vínculo transformador y sagrado. Y, por supuesto, estructurar una asignatura propiamente dicha en el currículo.

Cuando propuse la creación de dicha materia al Programa de Medicina de la Universidad del Quindío, en el 2014, y asumí el reto de enseñarla, supe que iba por el camino correcto. Ahora, siete años después, he podido ver los frutos: varias generaciones de egresados (y las que están por venir) han podido brindar un servicio excelente, cariñoso y humano a miles de pacientes. En 2017 empecé a incluir las clases de Relación Médico-Paciente en el plan de estudios de la Sociedad de Psicoterapia Formativa. Y también han sido maravillosos los resultados.  

Recomiendo a todas las Facultades de Medicina (y también a las de Enfermería, Terapia Ocupacional y Psicología) que estructuren esta materia dentro de sus respectivos currículos académicos. La tarea se debe asumir con toda la seriedad del caso, para formar profesionales tan íntegros y virtuosos como sea posible. Del mismo modo, es imperioso empezar a educar en este tema a la opinión pública, y a todas las familias y comunidades. Así, en un futuro, tanto los doctores (y el resto del personal sanitario), los pacientes y sus familias aprovecharán al máximo cada encuentro.


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Creo que los pioneros como Freud, Adler, Jung, Ferenczi, Bion, Winnicott y Lacan hicieron mucho desentrañando múltiples aspectos de la transferencia y la contratransferencia, y muchos de los mejores psicoterapeutas (Erickson, Kohut, Balint, Soulé, Kernberg, Sandler, Etchegoyen, Golse) siguieron encontrando tesoros en esa línea de trabajo. Pero la relación médico-paciente no se queda ahí, en modo alguno. No cabe el mar en un hoyo cavado en la playa, por muy grande que dicho hoyo parezca. 

La sinergia médico-paciente (o paciente-terapeuta) es uno de los fenómenos más interesantes de esta relación. Es al que me quiero consagrar, para esclarecer sus mecanismos y explorar sus múltiples ramificaciones. Creo que la investigación acerca de la transferencia y la contratransferencia ayudó mucho a establecer qué no era lícito o adecuado (qué no hacer) en un acto médico. Pero el estudio de la sinergia médico-paciente será el que nos de mayores luces sobre lo que sí es lícito y adecuado (lo que sí se puede y se debe hacer) en todos los actos médicos. 

Hasta el momento, he encontrado que la sinergia paciente-terapeuta (siendo dicho terapeuta un doctor o cualquier otro profesional de la salud) se caracteriza por: a) una escalada de cambios positivos en la vida tanto del paciente como del doctor (un avance mutuo en aquellas dimensiones de la vida en la que ambos tenían conflictos o dificultades); b) el logro de distintos aprendizajes significativos, en ambos miembros de la diada terapéutica (cuando los conocimientos previos, es decir, las introspecciones, las actitudes, los valores y las herramientas adquiridas en el proceso, permiten construir nuevos conocimientos: introspecciones, actitudes, valores y herramientas novedosos, que constituyen un avance que no existía previamente); c) el genuino interés y cuidado del otro, que no corresponde a transferencias ni contratransferencias idealizadoras ni erotizadas porque se da en un plano estrictamente racional y consciente (mientras que los movimientos transferenciales y contratransferenciales son irracionales e inconscientes); d) la proactividad y el entusiasmo frente al tratamiento,  acentuados en ambas partes (médico y paciente), y que van mucho más allá de la simple puntualidad o el cumplimiento de las tareas asignadas; e) la comunicación completamente sincera y transparente, de lado y lado, que permite un conocimiento amplio del otro; f) la forja de una amistad, que en mi concepto no entorpece en modo alguno la relación médico-paciente sino que la potencia, al constituirse en una nueva motivación para hacer bien las cosas, para madurar, para cuidarse, para pulirse y para evolucionar mutuamente. 

Por todo lo anterior, y por lo que falta aún por estudiar, esa díada transmutadora (paciente-médico), gracias a la sinergia terapéutica, constituye una de las relaciones más peculiares que puedan establecer los seres humanos. Se trata, literalmente, de una comunión espiritual, una conexión tan humana, potente e intensa, que ni siquiera el mejor de los robots (de esos que logran realizar anamnesis y hasta diagnósticos con gran precisión) podrá igualar jamás.  

En esa relación terapeuta-consultante, si se da un adecuado vínculo y se establece una alianza terapéutica, se logrará establecer entonces la díada transmutadora, que en virtud de la sinergia terapéutica se estructurará un acto médico completo, idóneo, y se conseguirá en consecuencia ese amigable entendimiento, ese aprendizaje y esa transformación que caracterizan un encuentro pleno de significación.


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En el acto médico se viven todo tipo de emociones y experiencias (potencialmente terapéuticas…o potencialmente perturbadoras); es importante, para que todas las emociones resulten terapéuticas (es decir, mejoradoras, sanadoras, integradoras y equilibradoras del psiquismo: formativas) que el doctor haga su labor con el amor, la disposición al servicio, la nobleza, la motivación y el profesionalismo requeridos. Por ello es importante que el tratante esté corporal, mental y espiritualmente saludable, y que trabaje insistentemente en su maduración, en su crecimiento personal, en el desarrollo de sus virtudes. 

En consecuencia, el médico debe llegar a cada sesión suficientemente descansado, relajado y lúcido. Eso implica haber dormido y comido bien, estar gratificado a nivel pulsional, encontrarse en buenas condiciones de salud y estar mentalmente despejado. Tanto él como el paciente llegan voluntariamente al consultorio (o a la telellamada, o a la plataforma virtual), sin coerciones y con expectativas y esperanzas, y esperando dar lo mejor de sí mismos.

Si no se cumple a cabalidad todo lo anteriormente expuesto, se corre el peligro de hacer del acto médico una experiencia no del todo terapéutica. Y si se dan fallas gruesas, puede resultar siendo algo perturbadora. Si no hay amor, se dará una atención fría y deshumanizada. Si no hay disposición para el servicio, las cosas se harán a las carreras, negligentemente y de mala gana, con alto riesgo de errores. Si no hay nobleza, habrá una elevada posibilidad de choques y discusiones. Si no hay motivación, el paciente notará la displicencia en el tratante. Si no hay profesionalismo, se darán graves faltas a la ética médica (involucramientos y abusos sexuales, falsedad documental y otros actos de corrupción). Un doctor físicamente enfermo, mentalmente trastornado o espiritualmente podrido hará su trabajo mediocremente, así tenga las habilidades técnicas y las mejores intenciones. De ahí la importancia de los cuidados del cuerpo, la mente y el alma: todo buen médico ha de sacar tiempo para realizar actividad física y deporte, ha de asistir a psicoterapia y ha de tener una buena vida religiosa (de profunda conexión con Dios, plenitud y gracia).   


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¿Y qué están buscando el paciente y su terapeuta? El paciente desea la cura (una mejoría completa), la mejoría parcial (o el enlentecimiento de la progresión de una enfermedad que sea crónica e irreversible), la resolución de un síntoma o de un grupo de síntomas o por lo menos la mitigación del dolor (físico o psíquico). También quiere, así sea en una mínima cuota, conocimiento de sí mismo, un nuevo sentido de la propia vida, dar un paso hacia la felicidad y la trascendencia. Obviamente, el paciente puede buscar (y encontrar) más de una de las opciones anteriores (puede tratarse de un hallazgo en simultáneo, en un mismo proceso terapéutico… o de hallazgos escalonados, a lo largo de diferentes procesos). Y también el doctor puede desear todo eso para su paciente, así como desea la satisfacción de sus necesidades personales (de actividad filantrópica o altruista, de ilustración, de estimación, de reconocimiento social), la investigación de los escenarios clínicos y las condiciones médicas que despierten su interés o sobre las que se sienta llamado a estudiar, el crecimiento personal (y la caridad, el amor al prójimo y el servicio, en especial el servicio desinteresado, sí ayudan efectivamente en dicho camino), la satisfacción de su necesidad de autoafirmación (por la constatación de que sí es capaz, de que sí puede lograr algo benéfico con el paciente). Y, efectivamente, el consultante puede desear todo eso para su terapeuta. Y ambos (galeno y enfermo) están buscando (consciente e inconscientemente) satisfacer sus necesidades de contacto (verbal, corporal, mental, espiritual), de vinculación, de asociación (de relación) y de comunicación. Por eso ambos pueden trabajar en perfecta sintonía, armónicamente, aliados y haciendo presente la sinergia médico-paciente. Así se establecerá una díada transformadora: el culmen de la relación médico-paciente.

A veces se puede encontrar que la gente llega a esta peculiar relación buscando ganancias secundarias (en el caso de pacientes simuladores, o con síndrome de Münchausen, o sociopáticos, entre otros). Dichas ganancias secundarias pueden ir desde la satisfacción neurótica, enfermiza, de la necesidad de llamar la atención, hasta polos más dañinos y psicopáticos del espectro (como el de evadir la justicia simulando una condición que en realidad no se tiene). En esos casos, rara vez se logra una relación médico-paciente adecuada, pues no se establece la díada transformadora (pues no hay sinergia), y todo queda dependiendo de los fenómenos de transferencia y contratransferencia.   


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El acto médico es una oportunidad única, llena de sentido. Es un encuentro, una comunión espiritual. Ambos (médico y paciente) tienen en esa relación la posibilidad de salir siendo mejores personas, de crecer, de madurar, de perfeccionarse. Esa es la transformación que resulta de la sinergia consultante-tratante.

Por eso mismo, cada sesión requiere de ciertas condiciones mínimas: a) un lugar propicio, tranquilo, agradable, en el que se pueda hablar con franqueza, sin tapujos, y en el que el examen se pueda realizar sin atentar contra la dignidad del paciente (si se trata de una teleconsulta, garantizando privacidad y una buena calidad de audio y de imagen); b) unas situaciones emocionales adecuadas (ambos deben llegar a la cita sin afán, sin premura, sin presión ni coacción…realmente deseosos de realizar dicho encuentro); c) profesionalismo (ejecución técnica, responsable y benefactora, ojalá siempre avalada por la mejor evidencia científica disponible); d) deseo de ayuda (que yo antes creía que sólo venía de parte del médico, pero ahora sostengo que viene de ambos: el paciente que se empodera, participa y colabora, apoya al médico y contribuye activamente al tratamiento); e) deseo de mejoría (que la experiencia me ha mostrado que no solamente es de parte del paciente, sino también del doctor, pues en el acto médico ambos pueden aprender, modificar hábitos y trazarse metas para mejorar su salud); f) respeto y consideración por el otro (que evitan los abusos de poder, los comportamientos descalificadores o agresivos, los acercamientos sexuales inadecuados, las actitudes explotadoras y los malos tratos en general); g) compromiso, de ambas partes, de ceñirse a lo que estrictamente define la relación médica (se trata de una reunión con intencionalidad sanadora, encaminada a la felicidad, la plenitud y el bienestar, y no es cualquier charla informal, ni mucho menos la interacción restringida a una mediocre formulación o expedición de certificados).


8


Nunca será suficiente el énfasis dado al respeto y al buen trato, empezando por el porte y la actitud. La presentación debe manifestar consideración por el otro. No se trata de vestidos costosos ni accesorios de lujo, sino de limpieza, pulcritud y orden. El médico debe hacer gala de higiene intachable y sobria elegancia. Y el paciente está llamado a concurrir muy limpio y presentable: aún la más humilde de las situaciones económicas permite estar bien bañado y bienoliente. 

Los buenos modales y la urbanidad no son ningún adorno. Son un elemento básico, estrictamente necesario en esta relación. Hablar bien y escribir bien hablan de la formación académica, los hábitos de lectura y el nivel de cultura y erudición de un galeno. Entre más destacadas estas características, mejor. Del mismo modo, cada paciente está llamado a ser respetuoso y exquisito en el trato, teniendo en cuenta la dignidad de su doctor.

El respeto mutuo también hace referencia a que cada uno pueda dar lo mejor de sí mismo, en aras de conseguir, de forma consciente, libre y voluntaria, la sinergia terapéutica o sinergia médico-paciente. Ello implica el cumplimiento de los respectivos derechos y deberes.

El paciente tiene estos derechos: a) ser tratado en todo momento con la dignidad propia de su condición de persona humana; b) recibir una atención de calidad; c) no ser discriminado, por ninguna razón; d) no ser objeto de diagnóstico o tratamiento por razones políticas, raciales, sociales o religiosas (derecho que, tristemente y en pleno siglo XXI, violan distintas dictaduras y regímenes totalitarios); e) ser bien informado sobre las hipótesis diagnósticas y los manejos propuestos; f) realizar sugerencias y acotaciones con respecto a su tratamiento; g) recibir auxilio espiritual en plena libertad de conciencia y religión (esto implica que el médico tenga un conocimiento óptimo de las diversas religiones y prácticas religiosas existentes, y sepa adaptar su discurso, sus indicaciones y sus recomendaciones a la religión y las prácticas religiosas de cada paciente, pasando por encima de ellas sólo en caso de extrema necesidad y/o urgencia vital); h) rehusarse a recibir auxilio espiritual (y en este caso, el facultativo optará por proponerle ejercicios provechosos para la salud pero sin cariz espiritual: estiramientos, técnicas de respiración y técnicas de relajación); i) tener una buena comunicación con su tratante; j) conocer los pormenores del plan terapéutico; k) tener privacidad; l) recibir un trato igualitario con respecto a los demás pacientes, en pleno respeto a la equidad y la justicia. 

El doctor tiene estos derechos: a) ser tratado en todo momento con la dignidad propia de su condición de persona humana y en concordancia con su rango académico; b) ser informado de manera veraz, clara, amplia y oportuna de las circunstancias relacionadas con el estado de salud del paciente; c) trabajar en circunstancias idóneas, con instalaciones, recursos e insumos apropiados para su desempeño; d) recibir un salario justo por su atención; e) ser estimado, valorado y cuidado: disfrutar de todo el bienestar posible en el ejercicio de la Medicina; f) ser escuchado y obedecido en los aspectos fundamentales del plan de tratamiento; g) disfrutar de sus horas y días de descanso; h) ser respetado en sus creencias (religiosas, filosóficas, políticas y sociales); i) exigir a su paciente puntualidad, disciplina y cumplimiento; j) contar con oportunidades genuinas y variadas de crecimiento personal, acceso a la alta cultura y gratificación (personal, familiar, social, académica y económica); k) ser respetado en su intimidad y en su privacidad (pudiendo negarse a responder llamadas, correos electrónicos o mensajes en redes sociales en el tiempo en el que no está realizando un acto médico propiamente dicho; l) disponer de su inteligencia y su talento como mejor le plazca, eligiendo qué tarea(s) desempeñar y a qué paciente(s) atender, con entera libertad, excepto en casos de extrema urgencia en los que no exista otro profesional que pueda salvar la vida del paciente. 

Y de los derechos anteriormente enunciados emanan también unos deberes: a) médico y paciente deben acudir a cada cita (si se trata de una consulta mediada por tecnologías, conectarse a la respectiva plataforma) a la hora acordada y en las condiciones establecidas por la ética médica, la decencia y el decoro; b) ambos deben procurarse los mejores cuidados y la mejor asistencia posible, dentro de una comunicación cálida, cariñosa y asertiva; c) los dos tienen que vivir el acto médico a conciencia, enfocados, compenetrados, sin estar mirando la pantalla del computador o de otros dispositivos; d) juntos tienen que dialogar con transparencia y franqueza. 


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A lo largo de mi carrera he notado que la forma en que los pacientes y los médicos se tratan mutuamente a los médicos es a veces inadecuada: miradas reprobables, piropos subidos de tono, comentarios vulgares, palabras cargadas de obscenidad, caricias indebidas, manoseos, detalles de descortesía, respuestas toscas, descalificaciones, gritos, insultos, golpes y otras agresiones, pervierten el acto médico e imposibilitan una genuina relación.  

Las mencionadas situaciones, bochornosas y tristes en sí mismas, tienen que cambiar. Tanto el médico como el paciente (y sus familiares) deben tener en cuenta que de la amabilidad y el cariño (entendido como cuidado del otro, de un prójimo que se valora y con el que se desea cooperar) dependen la alianza terapéutica y la sinergia terapeuta-paciente; de lo contrario, todo queda en manos de fenómenos inconscientes como la transferencia y la contratransferencia (que muchas veces no llevan a interacciones apropiadas), o peor aún, a la emoción predominante del momento (excitación sexual, irritabilidad, ira, indignación, impulso de agresión) que puede derivar en un franco desastre. 

¿Por qué la relación médico-paciente debe ser respetuosa, amistosa, profesional y amable al mismo tiempo? Porque sólo así logra ser. Porque sólo así puede cumplir su cometido. Porque sólo así se desarrollan la alianza y la sinergia que ayudan tanto al doctor como al consultante a alcanzar sus metas. Si no se hace de ese modo, el acto médico y la relación médico-paciente se pervierten y se vuelven un mero intercambio materialista, burdo, utilitarista y cosificado de servicios de mala calidad, en el que ambas partes estarán más pendientes de cómo querellarse (o cómo explotarse) que de la misma búsqueda de la salud, la plenitud, el sentido, la felicidad y el bienestar.


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Un buen médico es más importante que una buena medicina. Los pacientes se suelen mostrar aliviados, tranquilizados y hasta menos adoloridos si se encuentran con un ser humano cálido, amable y comprensivo, dispuesto a acoger.

Los conceptos de holding y handling descritos por Winnicott son sumamente pertinentes, en todo tipo de pacientes. El doctor que realmente alivia es el que sabe ofrecer, de manera simbólica, sostén y cuidados emocionales. El paciente llega asustado, o cansado, o enojado, o afligido, y la misión de buen médico es acunarlo simbólicamente en su regazo (es decir, recibirlo afablemente y sin prejuicios, aceptarlo tal como es, comprenderlo en su condición y en sus necesidades), calmarlo, transmitirle otro estado afectivo más útil, ayudarle en su búsqueda de un sentido más pleno de la vida (y de la propia enfermedad y de la muerte, que hacen parte de la vida).

Dicha amabilidad y dichos cuidados, no pueden ser confundidos con servilismo o erotización. Un médico servil no permite el crecimiento del paciente, sino que le refuerza fantasías narcisísticas (a veces, francamente megalomaniacas) y lo mantiene en su estado de vileza interior (en el que la costumbre es mandar, pisotear la dignidad de los demás y hacerse notar con gritos y amenazas). Un médico que erotiza la relación con su paciente es un médico que atenta gravemente contra la Ética, pues instrumentaliza al paciente y lo convierte en objeto de proyección de sus propias fantasías (algo que no el paciente no merece). El servilismo en la relación hace que el paciente pierda el respeto y hasta la confianza en el médico (y, con ello, sus posibilidades de curación, sanación o al menos reducción de síntomas se reducen de forma dramática) La erotización de la relación es una bestialidad y un abuso, y puede desencadenar (o potenciar) con fuerza situaciones francamente vergonzosas y deplorables. Ambas situaciones dejan al paciente mal plantado, con pocas posibilidades de mejoría, y anclado en falsas creencias que lo podrán perjudicar en su existencia. Y al médico le quitan brillo, lo degradan y lo pervierten.

Por eso el médico deberá situarse en el justo término, bien centrado, sin incurrir en extremos: su interacción con el consultante debe ser ecuánime, de un amor sereno y solemne, combinando dulzura con templanza, cariño con respeto, amabilidad con profesionalismo. El paciente, asimismo, podrá amarlo con gratitud y respetando todas las formalidades, conservando su integridad moral y sus buenas maneras siempre, en un sereno equilibrio de voluntades.


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Lo recomendable es ser tan elegante y respetuoso como sea posible, reduciendo lo que pueda haber de histrionismo y excesivo contacto corporal en las relaciones humanas corrientes. La relación médico-paciente es una relación extraordinaria.

El consultorio, el laboratorio y el hospital son sitios sagrados; no se asemejan ni a un pub, ni a un club social, ni a un parque de diversiones. Por eso mismo, aún si el paciente y el médico fueran familiares, conocidos o amigos, el acto médico exige dejar eso de lado y actuar con la mayor objetividad posible, sin baches de informalidad o chabacanería, con excelencia técnica y autodominio. 

En algunos casos (médicos o pacientes demasiado volubles, hipersensibles o histéricos, o incapaces de mantener la formalidad y la elegancia), en aras de mantener esa objetividad y ese profesionalismo indispensables, lo más prudente es derivar a esa persona conocida a un colega. Sin embargo, no es camisa de fuerza. Yo mismo he llevado a feliz término exitosos procesos psicoterapéuticos con amigos, vecinos y familiares, y soy un convencido de que la cercanía emocional y afectiva puede proporcionar enormes progresos en la mutua construcción de la salud, la felicidad y el bienestar, y muchos colegas también. La clave, eso sí, es tener una moral intachable, una vigorosa espiritualidad y un respeto absoluto a esa sacra realidad llamada relación médico-paciente.

En todo caso, y sobretodo en situaciones tan íntimas como la psicoterapia, tomar a un ser querido puede ser un acto arriesgado, o por lo menos audaz, que sólo puede ser ejecutado por profesionales con la suficiente maestría. En caso contrario, o cuando el paciente o el médico intuyan que la relación se puede desviar o corromper (en caso de que exista la cercanía suficiente como para hacer salir de casillas o perder los estribos, o una enorme atracción, o envidia, o animadversión), lo más sano es la remisión a otro colega.


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Lo mejor es que el acto médico se realice en la hora y el lugar adecuados. Por supuesto, situaciones como las urgencias quirúrgicas, ortopédicas y ginecobstétricas son excepcionales. Pero para el resto de casos, el doctor deberá atender siempre en un espacio habilitado para su ejercicio, en el que cuente con el instrumental adecuado para su especialidad, y en horas que no atenten contra su salud y su felicidad familiar.

La práctica de tener el consultorio en la casa, tan difundida en ciertos países, tiene sus especiales consideraciones: a) el médico deberá cerciorarse que no se arriesga y no pone en riesgo a su familia y a sus vecinos (si se trata de la primera vez que se atiende a un paciente, sin conocerlo, es mandatorio hacerlo fuera de casa); b) los pacientes deben ser personas ya enganchadas con el proceso; c) se requiere privacidad y ausencia de interrupciones; d) los pacientes deben tener clara conciencia del encuadre y de los debidos límites.

En algunos lugares las personas pueden sentir que se es grosero si ante el encuentro no se es lo suficientemente efusivo. Deben tenerse en cuenta todas las particularidades culturales y contextuales, pero en lo posible nada de besos ni abrazos (a no ser que se tenga una clara delimitación, un claro encuadre): bastará un respetuoso saludo, con una ligera inclinación de la cabeza, mientras se da un cálido apretón de manos. En situación de pandemia, se deberá atender por vía virtual todo lo que sea posible, y en los contados casos en los que sea necesario tocar, palpar, auscultar, percutir, enyesar, asistir en el parto, aplicar una inyección u operar al paciente, el saludo será una respetuosa venia.

El contacto corporal entre médico y paciente deberá adecuarse al contexto: innecesario (así no esté prohibido) en especialidades como la Psiquiatría, la Salud Pública, la Epidemiología o la Administración en Salud; muy ocasional en Anestesiología, Dermatología, Radiología, Patología, Oftalmología, Otorrinolaringología o Medicina del Deporte; algo más frecuente en Neurología, Medicina Familiar, Urgenciología y Medicina Interna (y sus respectivas subespecialidades); imperioso en Cirugía General, Neurocirugía, Cirugía Plástica, Cirugía Pediátrica, Pediatría, Urología, Ginecobstetricia, Cuidado Crítico y Ortopedia. En todo caso, no implicará jamás un toqueteo vulgar y ambiguo. Aún en situaciones como la realización de una ecografía transvaginal o la atención de un parto, el médico deberá ser continente, serio, respetuoso y exquisito en su trato.

A casi ningún paciente le resulta especialmente agradable el verse desnudo. Debe salvaguardársele su pudor. El médico debe evitar a toda costa miradas o sonrisas malinterpretables, tocamientos innecesarios, comentarios sosos o de mal gusto. Examinar al paciente en compañía de un familiar, mientras se les explica a ambos el procedimiento, es bastante tranquilizador la mayoría de las veces (si se trata de un adolescente que sienta vergüenza por ello, bastará con que su acudiente permanezca dentro de consultorio, con la mirada puesta en otro sitio). Lo aconsejable es también contar con la presencia de una enfermera discreta y que inspire confianza.


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El lugar en el que se atiende al paciente tiene que ser acogedor y tranquilizante. Más que lujoso (el paciente no va buscando una suite de hotel), tiene que estar impecable. Orden y limpieza son fundamentales. Los asientos, la camilla y el diván deben ser confortables y permanecer impolutos. La confianza del paciente aumenta si se tienen a la vista los diplomas del médico, las certificaciones pertinentes, y la utilería necesaria.

Es prudente no tener en el consultorio objetos cortopunzantes ni cortocontundentes. Se deben evitar los materiales de vidrio, los ceniceros, los percheros y todos los objetos que puedan ser usados por el paciente en contra de sí mismo, su familiar o el médico. Pueden tenerse fotos, dentro de los límites de la sobriedad (el paciente no tiene por qué enterarse más de lo estrictamente necesario de cómo es la familia de médico). También puede haber imágenes religiosas o artísticas. Lo importante es que el paciente no se encuentre con la fría, inhumana y deprimente realidad de una pared en blanco.

Lo profesional no riñe con lo bello. Colores agradables, elegancia en el diseño, y buen sentido en la distribución del mobiliario ayudan, muchas veces, a sobrellevar mejor una situación compleja como es la experiencia de la enfermedad (asociada, muchas veces, a la de la cercanía de la muerte).  


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El buen médico sabe adaptarse a las situaciones sociales, culturales y religiosas del paciente. Por eso deberá, dentro de lo posible, ser respetuoso con sus creencias (por más irracionales, fantásticas o descabelladas que puedan parecerle); de hecho, muchas veces esas creencias dejan de ser algo disparatado para convertirse en algo útil, si se sabe sacar provecho de ellas.

Hay que tener en cuenta que dentro del inconsciente colectivo existen todo tipo de contenidos ancestrales. Lo simbólico y lo mágico, en vez de ser rechazados, tienen que ser rescatados en el ejercicio de la Medicina, si con ello se logra una mejor adherencia al tratamiento. En ese orden de ideas, oraciones, rituales, estatuillas, objetos de connotación religiosa y aún amuletos deben permitírsele al paciente: está en todo su derecho de apelar a lo sobrenatural en su muchas veces desesperada búsqueda de la salud. 

Debe tenerse en cuenta, además, que en no pocas ocasiones se logra una remisión espontánea de la enfermedad, atribuible solamente a un milagro. Y que la fe de los pacientes va de la mano con mayor optimismo, mejor capacidad de afrontamiento y más altas tasas de supervivencia.


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Dentro de la constelación médico-paciente-familia es fundamental conocer las peculiaridades de la personalidad y el funcionamiento de cada integrante del sistema familiar, para adaptar el acto médico de tal forma que se logre una sinergia favorable. 

Algunas familias son muy ignorantes, y están llenas de conceptos errados sobre el quehacer médico. Con paciencia y delicadeza, el galeno les irá mostrando que es una persona confiable y capaz. Resulta de utilidad realizar reuniones periódicas para resolver dudas e interrogantes, y enviarles lecturas complementarias. Otras familias son peculiarmente aprehensivas con respecto a la hospitalización, la anestesia o el uso de ciertos fármacos. También en este caso el acercarse con amabilidad y el despejar los temores será fundamental. Conviene apoyarse en un buen psiquiatra de enlace para optimizar dichos encuentros y favorecer la comunicación clara y fluida.

Cuando encuentre “bandos” o enemistades, el doctor deberá mantener la imparcialidad y la ecuanimidad. Debe hacerles ver que lo primordial es salvar la vida y recuperar la salud y la funcionalidad del paciente, y que todos los parientes pueden ayudar: unos, consiguiéndole los medicamentos al enfermo; otros, realizando las autorizaciones y demás diligencias médico-administrativas; algunos alimentándolo, aseándolo, vistiéndolo y cuidándolo; unos cuantos, consintiéndolo y dándole momentos de entretención y esparcimiento; los demás, aportando dinero y facilidades logísticas. La unión hace la fuerza.


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Todo médico tiene que pasar por un buen proceso de psicoterapia. Además de otros beneficios (mejorar su autoestima, darle un profundo conocimiento de sí mismo, permitirle un espacio para reconocer y expresar emociones que en su vida cotidiana no podría), esta vivencia le permitirá reconocer en los demás (incluidos sus pacientes, y los acompañantes de éstos) estados de ánimo, fantasías, ansiedades, complejos, anhelos y otras realidades psíquicas. De dicho reconocimiento derivará un trato más amable, comprensivo, compasivo y misericordioso: se dará la adaptación del acto médico a ese prójimo que sufre y a su circunstancia (que siempre es singularísima e irrepetible).

Conviene evitar todo tipo de rigidez o acartonamiento. Flexibilizar la atención, adaptándola a la personalidad de cada consultante, traerá grandes ventajas. 

Cada personalidad es, en sentido estricto, única. Pero para fines didácticos (y para facilitar las cosas, unificando criterios, en la práctica clínica), los teóricos de la psicología, a psiquiatría y el psicoanálisis, desde Jung, han postulado la existencia de ciertos tipos de personalidad. Deseo, buscando dar herramientas a los médicos, proponer estas sugerencias de abordaje según los grandes grupos de personalidad:

a) Con los pacientes esquizoides, el acercamiento debe ser lento, progresivo, respetándoles su intimidad y su espacio con mucho tacto. No se les debe forzar a nada. Se les debe permitir hablar, subirse a la camilla, desvestirse y acomodarse a su propio ritmo. Suelen ser pacientes bastante intelectuales y pudorosos, por lo que el hacerles sentir que se respeta 100% su privacidad es crucial.

b) Con los pacientes paranoides, el abordaje debe ser honesto, franco y cariñoso al mismo tiempo. La delicadeza en los gestos y en las palabras, la suavidad en el volumen de la voz, la cariñosa compasión en la mirada, pueden socorrer enormemente al médico con este paciente, típicamente difícil. Si se encuentra una actitud hostil, el buen doctor intentará distensionar la atmósfera con intervenciones empáticas, claras y alentadoras. Si se encuentra un paciente claramente agresivo, lo mejor es iniciar protocolo de contención y sedación. En el caso de hallarse armado el paciente, el médico deberá asegurarse y asegurar a todo el personal sanitario, y dejar que procedan los encargados de seguridad y las autoridades pertinentes.

c) Con los pacientes esquizotípicos, lo ideal es respetar sus creencias (por muy absurdas que parezcan) y, aún si no se está de acuerdo, mantener un respetuoso silencio. Hacerles notar el aspecto trascendente o místico de la intervención médica. La cordialidad siempre será bienvenida, pues suelen ser personas bondadosas pero usualmente excluidas y solitarias (por lo mismo que la sociedad los suele tildar de “raros”).

d) Con los pacientes narcisos, el médico deberá estar muy atento. Ni adoptar la actitud de lacayo que esperan, ni cometer el error de morder el anzuelo y seguirles el juego patológico (ufanándose, adoptando una actitud soberbia o displicente, “compitiendo” con ellos en títulos, rango o importancia). Con tacto y cautela, evitará sentirse abrumado por la arrogancia de estos pacientes, comprendiendo que, en el fondo, no son sino unos sujetos infantiles menesterosos de amor.

e) Con los pacientes histriónicos, la clave está en comprender que detrás de la erotización, la sensualidad y el encanto fingido se encuentran los peligros de la manipulación y la sexualidad polimorfoperversa. Conviene ser muy mesurado en las expresiones de afecto, muy prudente a la hora de realizar el examen físico, y ante todo muy parco en los comentarios. Cuanto mayor sean la imparcialidad y el profesionalismo, y cuanto más se le muestre al paciente histriónico que no despierta un deseo distinto al deseo de ayuda que se tiene por cualquier enfermo, mejor irán las cosas.

f) Con los pacientes sociopáticos, se debe proceder con sumo cuidado. Evitar la maraña de mentiras y trampas con las que suelen buscar sacar algún beneficio (como ser declarados inimputables). Estar atento a la simulación de síntomas, y al engaño en la anamnesis. Permanecer siempre centrado en el rol médico, sin dejarse intimidar por el paciente. Atenderlo siempre acompañado, respetando las recomendaciones del personal de seguridad. Evitar identificarse con él, pero tampoco mostrarse disgustado o irritado. Finalmente es un ser humano, y merece de médico la neutralidad y el buen trato que no siempre le dispensarán los otros.   

g) Con los pacientes obsesivos, el médico debe ser muy cuidadoso con los detalles. Su buena presentación, sus buenos modales, la limpieza del consultorio, el método con el que procede, la corrección con la que le explica al paciente cada procedimiento, serán puntos a favor en la relación. Hay que tener en cuenta que el obsesivo es habitualmente testarudo, voluntarioso y llevado de su parecer, además de tacaño. Por ese mismo motivo, el doctor debe ser comprensivo cuando observe sus movimientos (intentar modificar el encuadre, incumplir algunas citas, solicitar reducciones en la tarifa u olvidar traer el valor de la consulta), y ayudarlo a superar esas tendencias respetando los acuerdos (y haciéndole ver que el cumplir con dicho encuadre no atenta contra su autonomía, sino que, al contrario, favorece el proceso). También es importante usar una entrevista bien estructurada y con un ligero toque directivo para evitar que el paciente, en su circunstancialidad, se vaya por las ramas y se desvíe de lo esencial en la anamnesis.

h) Con los pacientes evitativos, el médico deberá ser sumamente cariñoso, acogedor y amable. Deberá reforzarles todo lo que los haga sentir orgullosos de sí mismos y dignos de afecto y respeto. La gran tentación es la de asumir una actitud paternalista con ellos, y eso es un error. Dicha actitud sólo les haría más largo el proceso de individuación y maduración que están buscando (en el caso de que asistan a psicoterapia), o los convertiría en entes pusilánimes y poco resolutivos, incapaces de cuidar de sí mismos (en todas las situaciones clínicas).

i) Con los pacientes pasivo-dependientes, el médico tiene que entender que intentarán boicotear el tratamiento de manera sutil e inconsciente, no por ser “malas personas”, sino porque así funciona su psiquismo. Se requiere paciencia, y ante todo persuasión, para que este tipo de pacientes haga todo lo que esté a su alcance para el buen desenlace del tratamiento. Ante todo, deben sentir que sí merecen los cuidados o la atención que se les prodigan: que sí son lo suficientemente importantes como para centrarse, por una vez en sus vidas, en sí mismos (y no solamente en las necesidades de los demás).

j) Con los pacientes pasivo-agresivos se debe tener en cuenta que detrás de la aparente sumisión hay un enorme malestar que puede hacer trizas tanto el vínculo como el tratamiento. A esta clase de paciente se le debe hacer caer en cuenta que el seguir las instrucciones no implica humillarse ante el médico, sino procurarse un bien. Que no es una cuestión de “quién manda a quién”, sino de hacer una alianza para mejorar el estado de salud. Respeto máximo, y permitirle al paciente sentirse “protagonista” en su tratamiento, pueden ser tácticas de utilidad.

Ahora bien, no todos los pacientes van a encajar dentro de estos tipos de personalidad. De hecho, más de la mitad de la población no corresponde a un “tipo puro”, sino que exhibe rasgos de dos o más de estas clases de personalidad. Y entre más sana una persona, más tiene “un poquito de todo”. Por eso, el médico sagaz debe estar atento y ser lo suficientemente inteligente y flexible como para ir adaptando la entrevista y el encuentro a lo que vaya encontrando.


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Ahora bien, ¿qué hacer con la propia personalidad del médico?

El que se dedique a ver pacientes debe ser lo más sano posible. Esto es, debe cumplir con estos criterios mínimos de idoneidad: a) ser una persona equilibrada, con un rendimiento adecuado en las distintas esferas de su vida; b) ser una persona dispuesta a ayudar, dispuesta a servir y a brindar siempre lo mejor de sí misma en el encuentro con el paciente; c) ser una persona con una clara conciencia de sus aptitudes y imitaciones, de sus luces y sus sombras; d) ser una persona bondadosa, benefactora, realmente interesada en su profesión (que implica, ante todo, una genuina ayuda a la Humanidad); e) ser una persona ética, intachable; f) tener un narcisismo sano, tal como lo entendía Kohut (aceptar con buen humor los propios defectos, la propia finitud, la inevitabilidad de la enfermedad y de la muerte, y tener a autoestima suficiente como para saberse capaz de ayudar y entender al otro); g) ser una persona honesta (consigo misma y con los demás) y al mismo tiempo tan elegante y delicada como para que sus palabras, aunque francas, jamás sean hirientes; h) ser una persona de probidad y mesura confirmadas, estable y coherente.

El buen doctor debe estar atento a sus propios rasgos de personalidad. Debe estar muy sintonizado consigo mismo, y tener siempre a un terapeuta de confianza (ojalá otro médico, con clara conciencia de las vicisitudes y los escenarios a los que tiene que enfrentarse), para que pueda tener un apoyo emocional genuino.

Si dicho acompañamiento (desprejuiciado, imparcial, razonable y sensato) es el adecuado, el médico encontrará allí ayuda, aprendizajes significativos y una atención que bien puede definirse como “un cuidado para el cuidador”.

En caso de ser detectado un trastorno de personalidad en el médico (suele ocurrir que el propio médico, si tiene adecuada introspección, repare en sus propios problemas de adaptación o relación), lo aconsejable es que además del acompañamiento básico cuenta también con la ayuda de una psicoterapia profunda, bien estructurada.

Cuando va a atender a un paciente, el doctor deberá estar bien gratificado a nivel pulsional, deberá haber comido y dormido bien, deberá asegurarse de estar en buenas condiciones (sin grandes preocupaciones en el momento, con un ánimo estable y bien modulado), y deberá darse todos los gustos (mientras lícitos, éticos y saludables) para desempeñar su trabajo tranquila y jovialmente.


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La buena relación médico-paciente-familia se empieza a construir desde el respeto a unos mínimos de confort y comodidad. Los ambientes saludables son necesarísimos.

Desde el buen clima laboral (el paciente y su familia se sienten muy bien, y casi que empiezan a sentir la mejoría, cuando ven a doctores, enfermeros, auxiliares, instrumentadores, psicólogos, terapeutas ocupacionales, trabajadores sociales, camilleros, técnicos y administrativos llevándose armónicamente, tratándose bien e interactuando cálidamente) hasta las condiciones de infraestructura esenciales (habitaciones impecables, bien ventiladas, limpias, aromatizadas y de diseño amable, con un baño para máximo dos pacientes), el centro de salud, la clínica o el hospital deberán ofrecer, dentro de sus posibilidades: arquitectura bella, funcional y respetuosa del entorno ecológico; buenos servicios de cafetería y restaurante; rampas y ascensores; posibilidades lúdicas y culturales (como bibliotecas personalizadas, juegos de mesa, cineforos, espacios para el juego y el deporte); ayudas psicológicas (grupos de apoyo, asociaciones de pacientes, distintos modelos psicoterapéuticos para procesos individuales, de pareja, familiares o grupales); salas para juntas médicas y reuniones con familiares amplias y confortables (al menos una por cada piso o dependencia); sillas y escritorios ergonómicos, adecuados dormitorios para el personal sanitario (con camas y baños agradables, recursos multimedia y excelente conexión a internet, y anexa una buena cafetería que funcione las 24 horas); sitios para el descanso y el bienestar de todos (un parque, una zona de juegos infantiles, canchas de microfútbol, voleibol y baloncesto, salones con mesas de ping pong, etcétera). Entre más se permita calidad de vida a los trabajadores de la salud, los pacientes y sus familias, más favorables serán las interacciones y mejores serán los vínculos.  

Los familiares en primer grado tienen derecho a acompañar a sus seres queridos hospitalizados (cada cama hospitalaria debe contar con su respectivo sofá-cama aledaño, para que el acudiente pueda pasar la noche); a tener una información clara, fidedigna y constante; a estar presentes en revistas (rondas) médicas y de enfermería; a apoyar, cuando sea pertinente, al personal en intervenciones de complejidad menor (como bañar, vestir o alimentar a los pacientes).

La familia extensa tiene derecho a enterarse del estado de salud general del paciente (siempre y cuando no se viole su privacidad y su potestad con respecto a qué se les debe comentar y qué no), y a poderlo visitar (eso sí, de manera ordenada y respetando a cabalidad las normas institucionales), siempre y cuando no haya órdenes expresas prohibiendo la entrada de determinados familiares, dadas por el propio paciente.    

El trato entre familiares, médicos y pacientes debe ser exquisito. El respeto, la ausencia de prejuicios, el buen humor y la cordialidad son fundamentales. Se debe instruir adecuadamente a los visitantes a su ingreso, para que se respeten cabalmente todas las normas de bioseguridad, los protocolos de cuidado del paciente y las demás interacciones que permitan una respetuosa y oportuna colaboración con los profesionales de la salud.


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Es indispensable que todo el personal sanitario tenga vacaciones frecuentes (al menos dos semanas cada seis meses, sin contar fines de semana y feriados), buenos salarios, una rica vida cultural y variada estimulación estética y lúdica. Asimismo, que se le brinden oportunidades para desarrollarse de manera integral, en todas las dimensiones de su existencia: posibilidad de educación (congresos, simposios, foros, cursos libres, especializaciones, diplomados, maestrías, doctorados), actividades deportivas, membresía en clubes sociales y deportivos, y todo lo que pueda contribuir a su felicidad y a su realización existencial.

Por su constante relación con el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el personal médico y paramédico debe hacer lo posible por procurarse una sólida vida espiritual. La oración, la asistencia a oficios religiosos, los momentos de meditación, las técnicas de relajación y conciencia plena, los espacios para la reflexión y el contacto con la naturaleza, a lo largo del día, serán un bálsamo y un verdadero descanso. Además de beneficiarse a sí mismos, con estas prácticas beneficiarán a sus pacientes. 


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El estar junto al paciente y acompañarlo con genuina vocación de servicio incluye situaciones tan significativas como el guiarlo hacia una muerte tranquila.

La muerte es otro escalón dentro de la existencia humana. Otro más: ni el primero, ni el último. Tiene cierta solemnidad, cierto carácter profundo. Por eso el buen doctor asume este paso con respeto, sin angustias neuróticas ni aspavientos de existencialismo trasnochado, con naturalidad, y sobretodo, con un inmenso amor.

El paciente terminal (máxime si ha vivido sin prestarle mucha atención a los bienes espirituales, ocupado en pequeñeces y mezquindades) suele vivir con terror la llegada inminente de la muerte. Suele sentir que es el final de todo, y suele culparse por todo el bien que pudo hacer y no hizo. Aún si es creyente, puede sentir duda, incertidumbre y aún pánico ante la perspectiva de despegarse de todo aquello a lo que tan neciamente se ha aferrado.

El deber del médico está, ante todo, en brindarle un amoroso apoyo. Comprender sus rabietas, su desasosiego y aún su conducta grosera y desafiante (en el fondo, lo que hay es un ser humano muy asustado ante su propia finitud y su propia pequeñez, que ya empieza a contrastarse con aquello que es infinito e inmensurable), sin responder de manera agresiva o caer en el error de perder el interés. Acogerlo cariñosamente, brindándole un espacio de catarsis (el paciente puede gritar, o romper en llanto, o confesar los que considera graves errores en la vida que se le está acabando), de introspección (la proximidad de la muerte es una oportunidad para adquirir valiosos, profundos aprendizajes) y de preparación para la partida.

Se le debe permitir despedirse de familiares y amigos. Se le debe alentar a que produzca algo que sienta como un legado, como una obra que trascenderá su muerte: el libro que siempre quiso escribir, la artesanía que quiso hacer, la pintura que quiso pintar, etcétera: cosas que no pudo hacer por estar enfrascado en un montón de cuestiones que, ya vecino a la muerte, percibe como fútiles o irrelevantes. A muchos les sirve hacer un testamento con unas palabras de consejo a sus seres queridos. Otros prefieren dejarles un video. Lo importante es que el paciente sienta que deja algo importante y útil a las generaciones venideras.

Si solicita asesoría religiosa, se debe poner todo a su disposición. La sensación de que no se está solo en el trance de morir es un tremendo alivio. El sentirse amado y protegido por un Dios que es Amor y Supremo Bien (al que, además, se espera ver dentro de poco), mientras transcurre la agonía, es realmente apaciguador.

Profesionalismo implica serenidad, seguridad, excelencia. Que el paciente sepa que está en buenas manos, y que su proceso de morir contará con la supervisión de un personal sanitario ecuánime y bien preparado.

Si se percibe que el paciente siente mucho miedo, o que le preocupa irse sin haber finiquitado algo que considera muy importante, es menester solicitar la ayuda de un buen psiquiatra de enlace y escuchar al paciente con el corazón abierto. Ayudarle a resolver ese asunto pendiente, o al menos hacer todo lo posible, es una hermosa obra de caridad y compasión. Un médico no puede ser tan obtuso como para creer que su labor se limita a lo netamente farmacológico o quirúrgico: contactar a ese ser querido que el paciente espera, conseguirle un “padrino” para sus mascotas y permitirle despedirse de ellas, ayudarlo a aclarar y organizar sus pensamientos si está redactando sus últimas palabras o si está escribiendo una carta de despedida, o actos tan sencillos como colaborarle con su alimentación o aliviarle el dolor escuchándole una anécdota, pueden ser tal vez los actos de mayor importancia y grandeza que se puedan hacer en el marco de la relación médico-paciente.

En todo momento, el galeno ha de manifestar calidez, equilibrio y amabilidad. Y profunda humildad: en efecto, el atender a un paciente moribundo nos recuerda que somos simplemente médicos, y nada más. Es una buena ocasión para quitarnos de encima esas pretensiones tan ridículas que a veces nos nublan la razón.


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Un buen médico es discreto y prudente. Sólo habla cuando va a decir algo terapéutico, algo que le sea de utilidad al paciente. Se deben evitar la actitud socarrona y el chiste tonto, el comentario sexista (machista o hembrista), las opiniones políticas que no vienen a cuento, los juicios (que casi siempre expresan prejuicios) y la intromisión indecorosa.

El hecho de ser médicos no nos da, en modo alguno, licencia para opinar o entrometernos en lo que no es de nuestra incumbencia. Tristemente he observado, a lo largo de mi carrera, a muchos colegas haciendo bromas inoportunas o comentarios ofensivos. Es, realmente, otro síntoma de falta de humildad y de falta de madurez y equilibrio mental (lo que más necesita alguien que atienda personas). Eso tiene que acabar. Pocas cosas atacan de manera más grave el vínculo con el paciente.

Los consejos o las declaraciones que no se relacionen estrictamente con la especialidad del médico son, por lo general, desatinados. El buen doctor debe estar listo a informar sobre el diagnóstico o el tratamiento, a responder interrogantes que el paciente o su familia tengan sobre la enfermedad o el manejo, a hacer una psicoeducación o una sesión de psicoterapia o consejería, o a realizar una reunión para resolver dudas o aclarar conceptos. Otras conversaciones, especialmente aquellas que no son benéficas para el paciente (dar una arenga política, soltar una perorata en favor o en contra de algún movimiento o institución, vender artículos, pedir votos, etcétera) están siempre de más. Puede parecerle terrible el peinado de un paciente, o espantoso su novio, o bastante flojos sus pasatiempos, pero eso no viene al caso. Guardarse esas opiniones que no vienen a colación, es una buena y sana costumbre.

Siempre está la tentación de abrir la boca y opinar, pero se debe tener en cuenta que rara vez se logra algo valioso con cuando, por ejemplo, un ginecólogo aconseja a su paciente que haga la compra de un apartamento, o un cirujano plástico presenta su plan de gobierno en plena consulta, o una neuróloga hace un comentario despectivo del matrimonio a una paciente que acaba de enviudar, o un pediatra critica la vestimenta de su paciente adolescente. “Disfrute el silencio” debería ser una máxima para todos los galenos. Si el médico siente que no puede cerrar la boca, que empiece un proceso de psicoterapia. Allá, en la intimidad de un consultorio, podrá desparramarse en todo tipo de expresiones. Pero sus pacientes no tienen por qué padecer su desequilibrio.


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El buen médico es al mismo tiempo franco y sutil. Franco en cuanto a ser honesto (no se le debe mentir al paciente sobre su condición), pero sutil en cuanto a cómo se le brinda la información (delante de quiénes, con qué tono y con qué volumen de voz, en qué momento, en dónde, etcétera).

Para informar sobre un diagnóstico tiene que: a) armarse de paciencia, asegurarse de que tiene la agenda libre y que otros compromisos no van a importunarlo; b) buscar un lugar íntimo, tranquilo, en el que no haya posibilidad de interrupciones; c) apoyarse en gráficos, dibujos, y todas las estrategias didácticas que tenga a su alcance para dar una información precisa y certera; d) evitar especulaciones sobre el tiempo de vida que le queda al paciente (recordar que se es médico, no adivino, ni mucho menos Dios…si se tienen delirios de grandeza es bueno pedir la ayuda de un experto, y no hacer daño con una intervención imprudente); e) asegurarse de que el paciente esté solo o con un familiar de su absoluta confianza, y con el que quiera estar al momento de recibir esa información (y tener el tacto suficiente para “sacar” al amigo o familiar no muy íntimo, con quien el paciente no se sienta en entera confianza).

La información será veraz y amable. Se requiere comprensión y cierto margen de condescendencia, por si se da la situación de que algún paciente sea muy masivo e intenso en su respuesta (algunos pacientes son francamente maleducados, y están acostumbrados a actuar así…o es tanta su pobreza mental que se sienten fácilmente abrumados por la emoción y estallan): siempre y cuando no se causen daños, y no se ponga en peligro la integridad de nadie, el médico mantendrá su actitud cortés e invitará al paciente (o a su familiar) a recuperar la compostura, serenarse y continuar el encuentro. La mayoría de personas, frente a una actitud ecuánime, pedirán excusas y reanudarán la conversación. La compañía de un psiquiatra de enlace curtido allanará aún más el camino.



Bibliografía


Campos Vargas, D.A. (2020). Fundamentos de Psicoterapia Formativa. Armenia: SPF Ediciones.

Campos Vargas, D.A. (2021). Psicoterapia Formativa en Tiempos de Crisis. Armenia: SPF Ediciones. 

Chivato Pérez, T. y Piñas Mesa, A. (2019). La relación médico-paciente. Claves para un encuentro humanizado. Madrid: Editorial Dyrkinson.

Frankl, V. (1987). El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia. Barcelona: Editorial Herder.

Frankl, V. (1999). El hombre en busca del sentido último. El análisis existencial y la conciencia espiritual del ser humano. Barcelona: Editorial Herder

Frankl, V. (2003). Ante el vacío existencial. Hacia una humanización de la psicoterapia. Barcelona: Editorial Herder.

Kübler-Ross, E. (2011). La muerte: un amanecer. Madrid: Planeta.

Laín-Entralgo, P. (1964). La relación médico-enfermo. Historia y teoría. Madrid: Ediciones Occidente.


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David Alberto Campos Vargas 


Médico y Cirujano, Pontificia Universidad Javeriana

Especialista en Psiquiatría, Pontificia Universidad Javeriana

Neuropsicólogo, Universidad de Valparaíso

Neuropsiquiatra, Universidad Católica de Chile

Filósofo, Universidad Santo Tomás de Aquino

Teólogo, Obispado Castrense de Colombia


Cómo citar este artículo: Campos Vargas, D.A. (2021) Relación Médico-Paciente. Revista Virtual de Psicoterapia Formativa, Septiembre de 2021.


martes, 7 de septiembre de 2021

LA AMABILIDAD EN EL DOCENTE UNIVERSITARIO, por David Alberto Campos Vargas

 

LA AMABILIDAD EN EL DOCENTE UNIVERSITARIO


David Alberto Campos Vargas*



“Prometí a Dios que hasta mi último aliento sería para mis jóvenes”

San Juan Bosco, Autobiografía


Introducción


La amabilidad, en cualquier persona, es un rasgo de carácter que abre puertas y allana caminos. En general, he observado que alguien amable consigue un nivel de crecimiento y consolidación de sus redes de apoyo familiar, comunitario y social tan alto, que la vida se le vuelve una cadena de alegrías y triunfos que parecen casi naturales. Y consigue un éxito que difícilmente logran otros (quienes consideran que la afabilidad, la buena educación, la cortesía y la urbanidad son “adornos innecesarios” o “signos de sumisión”… y ven cómo se les escapan las oportunidades de las manos). 

Y esa característica de la amabilidad (la condición de ser una variable relacionada con el éxito) también la he notado en personas no humanas: cualquier animal doméstico, en la medida en que exhiba más signos de amabilidad (dulzura y flexibilidad de temperamento, consideración con el otro, aptitud para la ternura, expresiones de afecto, predisposición a las conductas de acicalamiento), tendrá más posibilidad de supervivencia (tanto entre los suyos como en relación con el hombre), pues será menos propenso a ser golpeado, atacado o ignorado, y aumentarán sus posibilidades de ser protegido, cuidado, acariciado y alimentado.

En el campo de la educación también me he percatado de ello. El profesor que es amable suele tener un mejor pronóstico: clases más recordadas y comentadas; mayores tasas de participación, compromiso y entrega de parte de sus estudiantes; aumento en la posibilidad de ser reconocido y estimulado (lo cual, a veces, se acompaña de una mejora salarial, y siempre, de un ensanchamiento de la autoestima); mayor visualización y posicionamiento en el mundo académico (lo cual va incluso de la mano con qué tanto es leído, comentado y referenciado).

Lo llamativo es que, pese a todo lo anterior, el ser amable es una condición que en el campo de la docencia universitaria (y de la docencia en general) no ha sido lo suficientemente estudiado, y mucho menos promovido. De hecho, parece cada vez más relegado al ámbito de lo anecdótico o irrelevante, como si los aspectos psicológicos (didácticos, motivacionales, incluso transferenciales) de la relación maestro-estudiante se quisieran dejar de lado en un mundo cada vez más monetarizado y materialista.

Mientras que antaño muchos de los mejores pedagogos de la Historia (Domingo de Guzmán, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Juan Bosco) se destacaban por su amabilidad, ahora el ser amable es algo a lo que los educadores universitarios (y los mismos decanos, miembros de juntas directivas y dueños de universidades) no le prestan mucha atención.

Creo que si los académicos siguen creyendo, erróneamente, que la amabilidad del docente es una característica que nada tiene que ver con su calidad o su prestigio, terminarán atrapados en un laberinto sin salida: llegará el día en que ya no sean necesarios, pues todo, absolutamente todo (sí, incluso lo experiencial, el saber-hacer y el conocimiento práctico) lo podrán hacer unos robots bien programados y equipados con más información.  Si el ícono del profesor universitario amable continúa diluyéndose con el paso del tiempo, el propio ícono del profesor también desaparecerá. 

Rara vez se evalúa en un docente su amabilidad (su “don de gentes”, su capacidad de ser “buena persona”), mientras que sí se evalúan otras cosas como la puntualidad, la producción académica o el seguimiento del currículo. Y debo añadir que esto es tan triste como preocupante. 


¿Qué le está pasando al mundo?


En general, la gente anda cada vez más desconectada. La empatía, la simpatía y la amabilidad son cosas que escasean cada vez más. Es un fenómeno paradójico, teniendo en cuenta lo conquistado en cuanto a pluralismo, respeto a la diferencia, libertad y equidad en nuestro siglo (Campos, 2005). Es como si la Neoposmodernidad se viese inconclusa, o truncada, o su espíritu limitado a la adopción de un discurso falaz que no acepta ni valora realmente al prójimo. 

En líneas generales, los seres humanos nos hemos vuelto más tolerantes, menos sangrientos. Pero seguimos siendo igual de violentos. Puede que sea una violencia cada vez menos cruenta (excepto en sociedades claramente trastornadas, en las que la vida no tiene el halo de inviolabilidad que debería tener, y todavía los homicidios son algo cotidiano), menos dada a la expresión física de la agresión… pero más presta al despliegue de la agresividad simbólica, lingüística y social: el chantaje emocional, la manipulación (y a veces la franca explotación) del otro, los matoneos de todas las clases (incluido el cibermatoneo), los abusos, los techos de cristal (esas discriminaciones maquilladas de buenas intenciones, como la “opción preferencial” por determinado sexo, determinada etnia, determinado grupo  o determinada comunidad, que trata de “corregir” la desigualdad… creando otras desigualdades), las múltiples formas de descalificación, estigmatización e invalidación del prójimo (la denigración como forma de “conceptualización” distorsionada/caricaturizada del que no se acomoda a las expectativas o los cánones de quien lo denigra) y la actitud hostil de los distintos “ismos” de moda en esta época.

En efecto, es cada vez menos probable una tercera guerra mundial: los conflictos entre naciones tienden a dirimirse cada vez más por vías diplomáticas, o por complicadas negociaciones, que por el aniquilamiento brutal del contendor. Pero la agresividad ha tomado esos otros cauces tan nocivos (pues la agresión psicológica es incluso más dañina que la física) y tan rastreros (por lo mismo que le hacen el juego a los discursos hipócritas y las actitudes falsas y postizas de la “corrección política”), que hasta han desembocado en fenómenos inimaginables antaño, como el de los “haters”, “trolls”, “adalides” de las distintas ideologías en boga e “indignados” que pululan en las redes sociales (destilando veneno y enzarzándose en estériles discusiones). A la Humanidad le falta todavía mucho, muchísimo por aprender. 

Sí, es cierto que a un homosexual le puede ir mejor en el siglo XXI que en el XIX. Es verdad que un chiste racista es, hoy por hoy, mal recibido por la gente joven. También es verdad que en este mundo globalizado cada vez más ciudadanos se pueden sentir cosmopolitas, libres de ataduras o sometimientos a algún tipo de ideología, Estado o frontera (Campos, 2013). Pero también es verdad que a un heterosexual le puede ir peor en el siglo XXI que en el siglo XIX. Y peor si es hombre, blanco, cristiano y profesional (las categorías más ferozmente atacadas y vilipendiadas por las hordas de agresivos de la neoposmodernidad, que exigen para ellos tolerancia y respeto a sus derechos, pero a menudo son intolerantes y atropellan los derechos de los demás), porque se ha llegado a un nivel de misandria y descalificación de lo masculino, lo heterosexual y lo occidental francamente tóxico en los medios de comunicación y las redes sociales (Campos, 2021). Y también es cierto que pese a los avances en el área de las tecnologías de la comunicación, las personas se comunican cada vez menos genuinamente, y se da un despliegue de superficialidad, cultura light y utilitarismo: hay cada vez menos contacto, hay cada vez menos empatía, porque todo el mundo está intoxicado de narcisismo; tiende a desaparecer la relación franca y auténtica, desplazada por unas interacciones mucho más superficiales, limitadas e insatisfactorias. Y la amabilidad y la ternura son ridiculizadas y erróneamente homologadas a sumisión y pusilanimidad.

En efecto, en pleno siglo XXI, la inmensa mayoría de la gente asocia amabilidad y ternura con imbecilidad, ingenuidad y estupidez. Recuerdo, por ejemplo, a una colega que le contestó alguna vez a una paciente, ofuscada (y hasta ofendida), que ella “no era tierna y no estaba siendo amable, sino haciendo bien su oficio”. Y a los gritos. La paciente había creído que la elogiaba al decirle que era “una doctora muy amable y tierna” y que estaba agradecida. La reacción de mi colega, con la que estaba compartiendo el proceso de formación en Psiquiatría, es una buena muestra de lo que hablo. Estoy seguro que si la paciente le hubiera dicho a mi compañera que era “era doctora muy inteligente” (o “muy eficiente”, o “muy profesional”), el desenlace habría sido diferente. Y eso que era médica…Y eso que quería ser (y ahora, en efecto, es) psiquiatra. He visto la misma reacción en muchas otras personas. Como si ahora a la gente le fastidiara ser llamada tierna (Restrepo, 1994; Segura y Grellert, 2020). 

En general, la amabilidad y la ternura no son valores ni características exaltadas (ni siquiera estimadas) en esta época arrogante en la que la soberbia y la actitud militante se homologan (y muy, muy equivocadamente) con personalidad sana o segura de sí misma. Es porque en este Siglo del Narcisismo el individuo se pone por encima del resto del planeta (de ahí tanto egoísmo, y tan pobre conciencia ecológica), y las cualidades que sí son valoradas son las que recaen en el propio individuo y le brindan una “ventaja competitiva” con respecto a los demás: inteligencia, fuerza, poder (político, económico, simbólico), belleza física, productividad y eficiencia. 

En el ejercicio docente la situación se repite. La ternura, la dulzura y la amabilidad son percibidas como un riesgo. A mí me han dicho otros profesores, y hasta decanos, barbaridades como: “No sea tan amable, que le pierden el respeto”, “No les sonría a los estudiantes, que luego no le hacen caso”, “Deje de ser tan risueño, no les de la mano porque le cogen el codo” o “Usted los trata demasiado bien, y se la van a acabar montando”. ¡Nada más ajeno a la realidad! He sido respetado y obedecido, acatado y seguido por varias generaciones de médicos, psicólogos y enfermeros, y siendo fiel a mi principio de tratarlos con toda la exquisitez, la elegancia y el respeto posibles. Y todo eso de la mano con una alta exigencia académica, tendiente a formar excelentes profesionales.

A otros docentes amables, de pronto por tener un talante menos marcado que el mío (pues todo el mundo conoce mis creencias, mi fibra moral y mi lealtad y fidelidad conyugales), o por ser más jóvenes, les han dicho, además, sandeces como: “No sea tan amable que lo(a) malinterpretan, y pueden querer iniciar una relación sentimental con usted”, “Los profesores demasiado amables tienden a involucrarse sexualmente con el alumnado”, “Si se pone de cariñoso(a) luego lo(a) manosean, o peor aún, le inventan una calumnia diciendo que abusa de ellos”, “Cuidado con ser tan buena gente, que luego dicen que está saliendo con ese(a) muchacho(a)” o “No permita que lo(a) trate cariñosamente ningún estudiante, porque por ahí empiezan muchos noviazgos”. Quienes así hablan, demuestran estar llenos de prejuicios, y muy poca experiencia en este tipo de asuntos. Como miembro de distintos comités de Ética a lo largo de mi carrera, e investigador en este tipo de procesos disciplinarios, he llegado a concluir que la amable urbanidad y las buenas maneras son antes un elemento protector. El estudiante que ve en su maestro formalidad y sofisticación, espontáneamente tiende a respetar los roles y ponerse en su lugar, respetando el orden social y la jerarquía. En cambio, ahí donde nota rudeza, grosería, ordinariez, desparpajo e informalidad, el estudiante tiende a salirse de casillas, a irrespetar las estructuras y las jerarquías, y se hace más proclive a involucrarse de manera inapropiada con el docente.

A los anteriores maestros, que muchas veces me han consultado en calidad de pacientes, suelo darles las siguientes recomendaciones: a) combinar amabilidad y dulzura en el trato con alta exigencia académica (que los estudiantes vean que el buen trato no es sinónimo de laxitud o blandura en las calificaciones); b) exigirles el uso de sus títulos académicos para tratarlos (“Profesor”, “Doctor”, “Maestro”, “Jefe”, “Licenciado”, “Ingeniero”, según aplique a cada profesión) y jamás permitirles que los llamen por el nombre; c) ser tiernos con los alumnos a nivel verbal, pero jamás a nivel físico: están fuera de lugar todo tipo de caricias o acicalamientos, y el saludo jamás debe ser de beso; d) sólo compartir con ellos en espacios académicos y a la luz del día, evitando fiestas, bailes y otro tipo de invitaciones inadecuadas; e) jamás visitarlos en sus casas, o permitir visitas de ellos; f) tener una fuerte vida religiosa, que permita tener un espíritu templado, armónico y continente; g) nunca consumir licor u otro tipo de psicotóxicos, que nublan la razón y debilitan el alma; h) sólo tocar temas relacionados con la asignatura, y jamás ponerse a hablar con ellos de asuntos eróticos o fantasías sexuales; i) imponerse e imponer un respeto absoluto a los espacios (algo que la pandemia de Covid 19 nos ha ido enseñando a las culturas tradicionalmente efusivas y dadas al contacto corporal: el distanciamiento social); j) practicar actividad física y deportiva con regularidad; k) tener unos horarios de sueño y alimentación ordenados, dándose una disciplinada calidad de vida; l) asistir a psicoterapia; m) orar y meditar varias veces al día; n) aunar amabilidad con formalidad y elegancia supremas. Cuando siguen a pie juntillas estas recomendaciones, los profesores brillan con luz propia y logran hacerse querer y respetar, llevando la relación maestro-estudiante a niveles óptimos, de máximo beneficio para ambas partes.

En resumen, la amabilidad es perseguida o mal vista porque se asocia erróneamente, en el imaginario colectivo, con riesgo para el profesor (a no ser obedecido, a ser minusvalorado, a ser irrespetado), con riesgo para el estudiante (a ser seducido, a ser abusado, a ser explotado) o con riesgo para ambos (a incurrir en relaciones inapropiadas o actitudes poco éticas, o a “pasar a los estudiantes” modificando la nota final por puro sentimentalismo o simpatía, o sobrepasarse con gestos o caricias indebidos, o a mostrar laxitud y mediocridad en el desempeño). Y eso es lo que me espanta. Si persisten esas creencias, se perpetuará la falsa dicotomía entre el ser un “buen profesor” (exigente, estricto, disciplinado, de ética intachable) y el ser amable. Tal vez esa dicotomía venga de los orígenes mismos de nuestro sistema educativo (Campos, 2016) y de la imagen idealizada de la figura de autoridad dominante, mandona y represiva a la que muchas personas, en todo el orbe, están aspirando (porque consideran que es la forma de ser “exitosas”), pero me parece gravísimo que se haya instalado en la mente de las comunidades universitarias, y que hoy esté amenazando casi con la extinción al profesorado amable y carismático (que resulta ser el más motivador).


Un diagnóstico personal


No me espanta la subjetividad. Los que se autodenominan “objetivos” de manera recalcitrante me despiertan una profunda desconfianza: detrás de su pretendida imparcialidad no suelo encontrar sino montones de prejuicios, sesgos y favoritismos. En realidad, la “objetividad” no es sino una sutil (y no siempre conserva esa sutileza) forma de imponerse y de aplastar al otro (Maturana, 1997). En ese orden de ideas, expondré lo que he vivido como estudiante.

He tenido profesores fascinantes, que han despertado mi curiosidad y me han estimulado a escribir, descubrir y crear. Personas de bien, impecables, gustosamente entregadas a su labor docente. También me ha tocado padecer a unas bestias innombrables (déspotas, mediocres engreídos, resentidos mal disimulados, fanáticos, tarados muy necesitados de psicoterapia). 

En general, he notado (y no me parece que deba ser así) que la amabilidad de los docentes va disminuyendo en la medida en que sus estudiantes van envejeciendo. En el preescolar, los profesores son mucho más propensos a las palabras cariñosas, los halagos, los estímulos de todo tipo. Eso disminuye en la primaria, se hace anecdótico en la secundaria, y desaparece casi por completo en la universidad (al menos durante el pregrado).

Recuerdo con cariño (y no creo que me olvide de ellas jamás) a Socorro, Mariela, Alicia y Marta, mis profesoras del Jardín Infantil. ¡Qué profusión de elogios (y a estas alturas logro ver que eran inmerecidos, pero necesarios para ir cimentando bien mi personalidad), cuánta ayuda! Qué acompañamiento tan amable. Y qué interesante: ellas eran la totalidad del staff docente. 

Ya en la primaria, no todos los profesores eran especiales. Tuve que padecer, en segundo año, a un bruto acostumbrado a los gritos y las amenazas. Y a otros profesores demasiado rudos, por no decir groseros. No es casualidad que sólo tres de ellos (Segundo de Jesús Márquez, Pedro Julio Gallo y Ricardo Rocha) hayan dejado un bonito recuerdo en mi psiquismo…Y ellos representan ¡sólo un 10% de los maestros con los que tuve contacto en esos años! 

En la secundaria la cosa mejoró, porque me cambié a un colegio fiel a la filosofía de san Juan Bosco (que él denominó Sistema Preventivo, y que sigue siendo un modelo pedagógico exitosísimo), y puedo afirmar que casi el 90% de los docentes supieron darme el acompañamiento y el apoyo necesarios para terminar de estructurar mi personalidad, corregir mis debilidades y potenciar mis talentos. 

El pregrado en Medicina me expuso a múltiples malos tratos. Mis compañeros de semestre y yo estuvimos expuestos a los peores sujetos que he conocido dentro del ámbito educativo. Todos los docentes eran médicos prestigiosos, y tenían al menos una especialidad. ¡Pero qué malas personas eran muchos de ellos! Incapaces de felicitar aún cuando se hacía un trabajo excelente. Incapaces de agradecer. Incapaces de pedir excusas cuando se enojaban de manera desproporcionada. Me salvó ser un estudiante aplicado, pero presencié muchos atropellos, y me tocó también aguantar “explosiones”, insultos y rabietas de mis profesores. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que los docentes realmente amables que conocí en el pregrado representaron si acaso un 20% de la totalidad del cuerpo docente.

Realizando la especialización en Psiquiatría tuve profesores estupendos, bien preparados y con gran experiencia clínica. Pero tuve el dudoso honor de conocer a dos docentes que además de engreídos y arrogantes, eran francamente groseros. Recuerdo a una, que ni siquiera era médica (tal vez eso contribuía al mal trato que nos daba, por mecanismos de envidia inconsciente), era bastante torpe como clínica y sabía muy poco (pero estaba enseñando ahí por “recomendaciones”, porque la corrupción también llega al mundo académico). Esa pobre mujer llegaba siempre con el ceño fruncido (“de mala cara”), a dar la clase de mala gana, y destacaba por su trato descortés. El otro era un sujeto claramente neurótico, que incluso nos manoteaba, nos decía groserías y nos alzaba la voz. De ese pudimos aprender un poco más, porque algo sabía, pero nada le daba derecho a tratarnos de ese modo.

Curiosamente, en la medida en que fui ascendiendo a nivel académico me fui encontrando con verdaderos maestros: investigadores brillantes y al mismo tiempo personas gentilísimas. Dispuestos a enseñar. Respetuosos. Y todos tenían una hoja de vida impresionante. Ellos me confirmaron lo que, cuando era niño, había escuchado a mi padre: “Entre más grande y sabia es una persona, más humilde y amable es”. 

Estudiando Filosofía y Teología tuve también la experiencia de encontrarme con algunos sujetos que no sentían amor por lo que hacían, pero que estaban ahí ex profeso para sentirse “fuertes”, tratando rudamente a sus estudiantes. Es una regla infalible: entre más ignorantes, más tiránicos. Cuanto menor sea su grado académico y su lustre profesional, mayor su tendencia a apabullar al estudiante. Por fortuna, fueron tres casos aislados. Los demás profesores fueron verdaderas estrellas acostumbradas a guiar amorosamente con su luz.  


La situación actual 


Necesitamos formar personas no sólo “políticamente correctas”, sino genuinamente humanas: capaces de amar, amables y solidarias. Algo muy distinto a lo que se presenta en la actualidad: sujetos que posan de ser “buenas personas” pero en realidad sólo son “tolerantes” en la medida en que nadie los contradiga o se interponga en su camino, y que usan un léxico “circunspecto e incluyente” en ocasiones (con sus adeptos y aliados ideológicos) pero se desbordan en violencia la mayoría de las veces. Esos “políticamente correctos” que no son genuinamente correctos, tienen un alma teñida de narcisismo y prejuicio, y viven descalificando a quien piensa o actúa distinto (quien no encaja dentro de su agenda mal llamada “progresista”).

En este orden de ideas, los docentes (y hablo de docentes en todo nivel, aunque el tópico de este ensayo sea el universitario) estamos llamados a ser agentes de humanización. No se trata de producir más gente competitiva, productiva y deseosa de “quedar bien” (gente hipócrita, con un discurso que posa de humanista y tolerante pero una existencia egoísta y agresiva): eso es lo que muchos “expertos en Educación” han estado haciendo desde la segunda mitad del siglo XX, tratando de implementar su visión utilitarista de corte anglosajón (en el que todo se reduce a desarrollar “competencias” para luego salir a “la competencia”, es decir, a luchar despiadadamente con el resto de la Humanidad). Lo nuestro debe ser distinto. 

Necesitamos ser verdaderos agentes de cambio, y forjar unos ciudadanos que el día de mañana no se queden en el discurso farsante de muchos fanáticos ideologizados (que hablan de cooperación, solidaridad, equidad y compromiso social…mientras piensan cómo sacar provecho de la situación, cómo favorecer a sus respectivos grupos y cómo discriminar, descalificar y llevarse por delante a los demás), ni en la palabrería ornamentada pero estéril que he visto en muchos neoposmodernos (expertos en hablar de inclusión, democracia y pluralismo de dientes para afuera, y muy dados a pasar por encima de los demás en su fuero íntimo).

En consecuencia, debemos empezar a dar ejemplo y tratar con amabilidad a nuestros estudiantes. Llegará el día, si ese buen trato es consistente, coherente y sistemático, que ellos aprenderán a tratar con amabilidad al resto de la gente. Y el mundo se hará más amable. Un mejor lugar para vivir. 

No es una utopía. Ser buenas personas (amables, empáticas y consideradas con el prójimo), y formar buenas personas, es una realidad que los docentes tenemos que construir. Está en nuestras manos. Es posible. Y es urgente.

Con el trato amable no sólo formaremos mejores seres humanos (y por ende, construiremos sociedades más sanas), sino que también tendremos otras victorias: nuestros estudiantes pondrán más atención a nuestras clases y las recordarán mejor, y cada encuentro tendrá mucho más dinamismo (en la medida en que los estudiantes se sentirán menos cohibidos, más dispuestos a participar); nos sentiremos más plenos en nuestro quehacer (pues recibiremos una retroalimentación positiva, como toda persona amable: también los estudiantes serán más amables con nosotros, y tendremos un clima laboral feliz, sin fricciones ni amarguras); nuestros estudiantes se sentirán más motivados y se comprometerán en mayor medida con nuestra asignatura (y aparecerán monitores, ayudantes e investigadores de manera espontánea); tendremos también mayores estímulos en nuestro trabajo, tanto simbólicos (felicitaciones, memorandos, premios) como concretos (ascensos, nombramientos de planta, mejoras en el sueldo).

Otra ganancia de empezar a ser más amables como docentes universitarios es  que podemos ir rompiendo el estigma que pesa sobre el profesor amable (al que se suele creer laxo, mediocre, poco comprometido con su trabajo o confianzudo con sus estudiantes), y allanando el camino para que la dicotomía buen profesor versus profesor amable sea superada.


¿Cómo definir a un docente universitario amable?


Estas son las características psíquicas de una persona amable: se hace querer, tiene don de gentes, tiene un comportamiento caritativo hacia todos los seres; por su actitud afable y afectuosa se hace merecedora de ser amada (Caballo, 2005).

En mi opinión, el docente universitario es amable cuando muestra dulzura y ternura con sus estudiantes pero mantiene el nivel de exigencia, madurez, templanza y mesura que van de la mano con su estatus de figura de autoridad. Es amable cuando ama a sus estudiantes y quiere lo mejor para ellos, pero es mesurado en la expresión de su afecto (sin ser confianzudo y sin traspasar los límites que la ética, el pudor y la decencia determinan). Es amable cuando escucha a sus estudiantes y se muestra lo suficientemente flexible como para atender sus necesidades, pero al mismo tiempo hace respetar el encuadre, los horarios, el currículo y el desarrollo normal de la asignatura.  

Un bello retrato de un docente amable lo hizo el propio santo Domingo de Guzmán (él mismo un educador erudito y convincente, fundador de la Orden de Predicadores) cuando instó a sus discípulos, los monjes dominicanos, a ser “fieles servidores de Dios y de los hombres, siempre amables y dulces, dispuestos a iluminar con la prédica” (Domingo de Guzmán, 1221).

Otro tanto, esta vez a propósito del mismo Domingo de Guzmán, lo hizo el beato Jordán de Sajonia: “…No le faltaba aquella caridad que tiene su máxima expresión en dar la vida por sus amigos. Con esta caridad Domingo se iba ganando la amistad de todos.” (Jordán de Sajonia, 1236).

Y es que, aunque la Iglesia ya contaba con verdaderos campeones de la amabilidad (san Juan, san Pablo, san Lucas, san Antonio Abad, san Francisco de Asís, san Antonio de Padua, entre otros), santo Domingo marcó un hito porque fue el primero en complementar el sermón del púlpito y la labor evangelizadora de corte misionero con la prédica hecha desde la cátedra universitaria, en calidad estrictamente docente. Fue un hombre entregado a los libros que entendió, como san Agustín de Hipona, que no se ganaban fieles con la espada, sino con la enseñanza.

Obviamente, un carácter afable como el de aquél gran lector y orador atrajo a muchos estudiosos. No fue una casualidad que las mentes más brillantes de Europa, en el siglo XIII, se afiliaran a su Orden de Predicadores (Jedin, 1975). Uno de sus novicios fue el médico, filósofo, teólogo, geógrafo, biólogo y astrónomo san Alberto de Böllstadt, llamado Alberto Magno y Doctor Universal dada su vasta cultura y su mente versátil e ilustrada, capaz de indagar en todas las ramas del saber.  

De san Alberto uno no puede sino maravillarse. Fue un docente universitario excelente, con una trayectoria difícil de imitar (catedrático en las universidades de Padua, Colonia y París; obispo de Ratisbona) y una personalidad sumamente atractiva. Se cuenta de este santo que “como ningún aula de la Universidad de París podía albergar a todos los que querían escucharle, dictaba sus clases en plazas públicas y parques” (González, 1894).   

Un elemento interesante de la labor de san Alberto como maestro fue su condición de “orador agradable y elocuente” (Martínez, 2010) que daba al mismo tiempo ejemplo de “humildad, don de gentes y pobreza absoluta” (Benedicto XVI, 2010). Con ello quiero recalcar que sí se puede ser un gran investigador, un escritor formidable (de hecho, sus obras completas suman 21 volúmenes) y un profesor brillante, y al mismo tiempo una buena persona, de conversación gustadora y buen trato a los estudiantes.

Discípulo de san Alberto Magno, y tal vez el filósofo más sistemático y consistente de todos los tiempos, santo Tomás de Aquino (1224-1274) fue un hombre completamente consagrado a Dios y a la Academia. Enseñó Filosofía y Teología en Nápoles, Viterbo, Colonia, Roma y París. Todos sus biógrafos coinciden en que a su gran amabilidad unía una pureza de corazón extraordinaria: así, en su trato con sus estudiantes y con las otras personas, siempre conservó el halo virginal y limpio de los hombres castos. También trató con notable elevación moral a muchas mujeres (que asistían a sus eucaristías con devoción, por ser un predicador de primer orden y un hombre ya en vida considerado santo).  Nunca tuvo acercamientos inadecuados o palabras fuera de lugar (Gui, 1937). 

Pese a ser un hombre aristocrático (su familia era noble y poderosa), de buen gusto y refinadas maneras, santo Tomás jamás se dejó seducir por un estilo de vida muelle, o por la buena mesa, o por los cargos de poder. Vivió voluntariamente en extrema pobreza, y rechazó varias veces convertirse en abad u obispo (De Lucca, 1980). ¡Cuánto deberían aprender de un hombre así tantos profesores universitarios, que llenos de envidia y mezquindad andan siempre husmeando cuáles son los ingresos de sus colegas, o pero aún, intrigando para buscarles la caída!    

Otro elemento del Doctor Angélico era su clara conciencia de que al iluminar a sus estudiantes cumplía una labor de caridad. Y también por eso era amable. Un ser amable es un ser caritativo. Y en el ámbito de la docencia, no hay mayor caridad que el deseo de compartir todo el conocimiento (con los otros docentes, con los estudiantes, con el público en general). Así era él. Muchos de sus colegas eran también sus contertulios, como Tomás De Lucca o Guillermo de Moerbeke; él los admiraba y leía sus trabajos y traducciones, y al mismo tiempo les daba a conocer los borradores y adelantos de sus obras (Forment, 2007).  

En el magisterio de San Juan Bosco también he encontrado datos muy iluminadores, que me confirman en la idea de que un docente universitario entre más amable es más idóneo. Don Bosco nunca enseñó en universidades, sino en lo que hoy llamaríamos Institutos Técnicos Superiores. Pero lo incluyo en este ensayo, por varios motivos: a) escribió prolíficamente sobre pedagogía y didáctica, proponiendo un modelo aún vigente; b) inspiró a otros grandes pedagogos, como Maria Mazzarello, Maria Montessori y Miguel Rúa; c) creo que el enseñar una carrera técnica es a veces más exigente que el enseñar una carrera profesional, puesto que uno se encuentra (yo también enseñé en un Politécnico durante un periodo de mi carrera docente, entre 2009 y 2011) con alumnos adultos, muchos de ellos ya con exigencias económicas mayores (como la de sostener una familia) y con múltiples estresores (que por un lado dificultan su formación académica, pero por otro los hacen ser mucho más agradecidos por la oportunidad de estudiar).

El afán de san Juan Bosco, primero en Turín, luego en Italia, y después en todo el mundo (llegó hasta la Patagonia en su deseo de ayudar a los jóvenes educándolos), fue el de prevenir que chicos y chicas de escasos recursos cayeran en el mundo del hampa y la prostitución. En consecuencia, tuvo el buen tino de captar que no necesitaban limosnas, sino un oficio que los hiciera económicamente independientes (Sálesman, 1998).

La amabilidad del profesor Bosco era proverbial. De hecho, solía llamar amigos a sus estudiantes, compartía con ellos todo tipo de actividades (desde adivinanzas, obras de teatro y juegos de pelota… hasta exigentes pruebas de equilibrio y acrobacia), y era en todas sus clases sumamente afectuoso con ellos (paternal, en el pleno sentido de la palabra). El santo no cesaba de repetirles: “Estad siempre alegres” (Bosco, 1982).

Consciente de la importancia de lo afectivo, lo motivacional y lo actitudinal en el desempeño de un buen docente, se propuso a sí mismo una interesante disciplina: la de hacerse amable, el más amable de los educadores. Para ello se inspiró en San Francisco de Sales, un santo famoso por la dulzura de su carácter (el hombre más amable de todos los tiempos, después de Jesús, para muchos hagiógrafos e historiadores). Y decidió bautizar Salesianas a sus comunidades y obras (Schiele, 1997).

Lo interesante es que, a pesar del inmenso cariño que inspiraba (sus “muchachos” corrían a abrazarlo tan pronto lo veían llegar, casi siempre de visitar enfermos o de pedir ayuda para sus múltiples obras), siempre mantuvo una actitud correctísima, casta y pulcra. Jamás cruzó esa sana línea que hay entre el cariño viril de un padre adoptivo (sus estudiantes eran miles de niños rescatados de las calles, que no tenían otro hogar que un colegio Salesiano) y la muy censurable actitud de erotización y manoseos indebidos (a veces abusos sexuales francos) que tristemente han protagonizado algunos docentes a lo largo de la Historia.

Otro rasgo de Don Bosco, que creo que define a un buen maestro, fue un optimismo a toda prueba. De hecho, en vida se enfrentó a muchos problemas, tanto políticos (las autoridades locales y nacionales en la Italia de su época fueron en general muy hostiles a las comunidades religiosas, y muchos lo tildaron de “agitador” y “sedicioso” por su entrega a los más necesitados) como económicos (nunca tuvo un apoyo “oficial”, ni siquiera del Vaticano, para sus proyectos…el que lograra siempre llevarlos a cabo lo atribuyó siempre a la Divina Providencia y a la Virgen María, a la que denominaba amorosamente María Auxiliadora, siguiendo a san Juan Crisóstomo). Y me parece francamente encomiable esa fe esperanzada, aún en medio de acreedores y gendarmes, y otros enemigos, que en cierto sentido me recuerda a la de otros pedagogos que he admirado, como Paulo Freire.  


A modo de conclusión


Como señaló Bowlby, la figura del cuidador de un niño es fundamental: lo hace sentir protegido y seguro, y viene a ser una figura paterna simbólica (Bowlby, 1972). Es evidente que la figura del maestro es vivida como una figura cuidadora, tanto a nivel consciente como inconsciente. Y también como figura de autoridad, que complementa a los padres y a otros familiares significativos como guía y presentador de lo que es correcto y de lo que es incorrecto (Campos, 2012). Y como figura de imitación, en tanto que se erige en modelo (casi nunca de manera consciente) por ese estudiante con el que se relaciona (incluso cuando él o el estudiante intentan evitarlo).


Siempre he creído que los maestros son figuras sumamente significativas para la vida psíquica del estudiante. En la relación maestro-estudiante hay todo un entramado de introyecciones, proyecciones, experiencias emocionales y factores psicodinámicos en juego (Campos, 2012). Y esto ocurre en todas las edades. También el veterano estudiante de doctorado o posdoctorado requiere un profesor afectuoso y muy consciente de su rol (como apoyador, acompañante y guía, y también como figura paterna o materna inevitable). Por eso insisto en que es preocupante que en la docencia universitaria rara vez se toque la amabilidad como oportunidad para optimizar los procesos de enseñanza-aprendizaje. Por eso quise hacer este ensayo. No puede ser que la amabilidad y el buen trato, tan frecuentes en el kinder, se vayan perdiendo en la medida en que el estudiante avanza en sus niveles de formación. No puede ser que el docente universitario pretenda desligarse de esta esfera afectiva y se atrinchere en una actitud narcisística, muchas veces hostil y despectiva, que no contribuye a formar buenas personas. 

Así como en los estudiantes de primer grado se evidencia una correlación entre su estado afectivo y la misma forma en la que aprenden, o les cuesta aprender (Maldonado y Carrillo, 2006), en los estudiantes (y docentes) universitarios lo emocional/motivacional es de suma importancia, y depende en gran medida de cuán amable y tierna sea la interacción en el aula. Lo he visto a lo largo de toda mi carrera, como médico psiquiatra y como docente.

Espero que este breve trabajo sirva para abrir camino a otros que deseen profundizar en el tema. Estoy convencido que del rescate y la revaloración de la amabilidad en el ejercicio de la docencia podremos salir ganando todos. 



REFERENCIAS


1. Campos Vargas, D.A. ¿Qué es la Neoposmodernidad?, Santiago de Chile, 2005

2. Campos Vargas, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013

3. Campos Vargas, D.A. La Psicoterapia Formativa frente al chantaje emocional. Armenia, 2021.

4. Restrepo, L.C. El derecho a la ternura, Bogotá, 1994

5. Segura, H. y Grillert, A. Ternura, la revolución pendiente. Esbozos pastorales para una teología de la ternura. Barcelona, 2020

6. Campos, D.A. La buena educación no puede ser una educación prohibida, Armenia, 2016

7. Maturana, H. La objetividad: un argumento para obligar, Santiago de Chile, 1997

8. Caballo, V. Los Trastornos de Personalidad, Madrid, 2005

9. De Guzmán, D. Constituciones de la Orden de Predicadores, Bolonia, 1220

10. De Sajonia, J. Cartas a Diana de Andalo y otras religiosas, París, 1270

11. Jedin, H. Manual de Historia de la Iglesia, Tomo IV, p.300, Madrid, 2001

12. González, Z. Historia de la Filosofía, Tomo II, p. 80, Madrid, 1894

13. Martínez, M.A. Vidas de Dominicos, p. 34, Salamanca, 2010

14. Benedicto XVI, Alberto Magno, el científico y el santo. Audiencia Papal del 24 de marzo de 2010 

15. Bernardo Gui, Vida de Santo Tomás de Aquino, p.161, Roma, 1937

16. De Lucca, T. Historia Eclesiástica Nueva, Libro XXII, c. 17, Roma, 1980

17. Forment, E. Santo Tomás de Aquino. El oficio de sabio, Barcelona, 2007

18. Sálesman, E. Las aventuras de Don Bosco, Buenos Aires, 1998

19. Bosco, J. Autobiografía, Madrid, 1982

20. Schiele, R. Vida de San Juan Bosco, Madrid, 1997

21. Bowlby, J. Cuidado maternal y amor, Madrid, 1972

22. Campos, D.A. Aspectos psicodinámicos de la relación maestro-estudiante, Bogotá, 2012

23. Campos, D.A. ¿Por qué nos aburrimos en la escuela?, Bogotá, 2013

24. Maldonado, C., Carrillo, S. Teaching with affection: characteristics and determinant factors in teacher-student relationships, Bogotá, 2006


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David Alberto Campos Vargas

 

Médico y cirujano - Pontificia Universidad Javeriana

Especialista en Psiquiatría - Pontificia Universidad Javeriana

Neuropsiquiatra - Pontificia Universidad Católica de Chile

Neuropsicólogo - Universidad de Valparaíso

Filósofo - Universidad Santo Tomás de Aquino

Teólogo - Obispado Castrense de Colombia


Cómo citar este artículo: Campos Vargas, D.A. (2021) La amabilidad en el docente universitario. Revista Virtual de Psicoterapia Formativa, Septiembre de 2021.


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