domingo, 18 de agosto de 2019

ÍCONOS RELIGIOSOS EN PSICOTERAPIA FORMATIVA, por David Alberto Campos Vargas


ÍCONOS RELIGIOSOS EN PSICOTERAPIA FORMATIVA


David Alberto Campos Vargas, MD


El poder de lo simbólico es enorme. Las imágenes son más contundentes aún que las palabras. El arte pictórico occidental y cristiano no solamente constituye un tesoro cultural invaluable; también es un complemento terapéutico que, en el marco de la psicoterapia formativa, contribuye a fomentar múltiples elementos positivos de la personalidad, tanto en el paciente como en el psicoterapeuta.

Los íconos religiosos son tremendamente útiles para despertar y potenciar en los miembros del proceso psicoterapéutico la tranquilidad, el optimismo, la esperanza, la paz espiritual, la integración psíquica, la alegría, el deseo de cambio y el amor necesarios para alcanzar la plenitud existencial y la felicidad que busca la psicoterapia formativa.

Son tantas las ventajas de dichas representaciones religiosas, que aún en otros escenarios clínicos, correspondientes a otras especialidades médicas, y aún con médicos sin ninguna filiación religiosa (o con un sistema de creencias ajeno al Cristianismo), su poderosa influencia se deja sentir, y contribuye a que los pacientes se sientan mucho más animados, serenos y equilibrados, y tengan mejores desenlaces.

¿Qué son los íconos religiosos? Son obras de arte del Cristianismo primigenio, en las que se representa a Dios (como Padre, como Hijo o como Espíritu Santo, o en Su totalidad, como Santísima Trinidad), a la Virgen María, a la Sagrada Familia (Jesucristo, Dios Hijo, junto con la Virgen y san José, sus padres terrenos), a los mártires, a los santos, a los ángeles, y a otros personajes de la Biblia y de la tradición cristiana. El primer creador de íconos fue san Lucas, médico, pintor y evangelista.

San Lucas, al parecer originario de Antioquía (en la actual Turquía), fue uno de los más brillantes conversos y amigos de san Pablo. Al parecer era pariente del diácono Nicolás, y acompañó al apóstol Pablo en varios de sus viajes. Pudo también conocer personalmente a María, a san Pedro (el primer Papa), a san Juan y a casi todos los primeros discípulos de Jesucristo (gracias a lo cual pudo narrar, en los Hechos de los Apóstoles, los inicios de la Iglesia), así como a san Marcos (secretario de san Pedro y también evangelista) y fue, efectivamente, el primero en retratar a la Virgen (con la que se entrevistó en varias ocasiones, experiencia útil a la hora de redactar su Evangelio, gracias a la cual pudo transcribir fielmente el Magnificat rescatar detalles de la vida de Jesús antes de que iniciara su vida pública).

San Lucas también hizo los primeros retratos de Jesucristo, casi siempre como Divino Niño junto a la Virgen. Parece que también fue el autor del Mandylion (la primera imagen del Sagrado Rostro de Jesús) obsequiado por san Pedro y los otros discípulos al rey Abgar de Edesa (un converso interesado en tener una idea fidedigna del rostro del Señor, y, según la peregrina del siglo IV Egeria, también autor de una supuesta carta dirigida a Jesucristo). Según algunas tradiciones orales, dicho retrato pudo haber llegado a Abgar través de san Judas Tadeo (uno de los doce discípulos originales), san Pablo, san Bernabé o el propio san Lucas. Para otros autores, como Addai y Mari de Mesopotamia, y Evagrio Escolástico, el origen del Mandylion fue completamente sobrenatural: una tela sobre la que, de manera milagrosa, Dios Hijo plasmó la imagen de Su rostro, como si se tratase de una impresión. En ese orden de ideas, la imagen de Edesa tendría, al igual que la Virgen de Guadalupe, la peculiaridad de no haber sido pintado por mano humana.     
Al parecer, santo Tomás también llevó a los actuales Irán, India y Pakistán (hacia donde fue a evangelizar después de Pentecostés) algunas imágenes de la Virgen y el Niño Jesús pintadas por san Lucas, cuando estuvo predicando en la corte del rey Gondofares (cuyo reino indo-parto tuvo como capital a Kabul) y en varias ciudades de la costa de Malabar, en el actual estado de Kerala, y de la costa de Coromandel, en el actual estado de Tamil Nadu.

Estos primeros íconos (el Mandylion y los cuadros de san Lucas) fueron pronto replicados, y repartidos entre las primeras iglesias y comunidades cristianas. El cristianismo bizantino fue especialmente rico en la elaboración de dichas representaciones de Jesucristo, la Virgen y otros personajes bíblicos. Algunas de estas copias, de autores anónimos (muchos de ellos monjes, sacerdotes u obispos) se conservan todavía, aunque lastimosamente muchas fueron destruidas por musulmanes y algunos grupos iconoclastas bizantinos que nunca entendieron la diferencia entre la iconodulía (veneración o cariño a las imágenes, que de ningún modo es adoración) y la idolatría.

Entre la Edad Media y el Renacimiento, en la medida en que el Imperio Bizantino colapsaba y el Islam se expandía, Oriente perdió su dinamismo cultural y Occidente tomó la batuta. Fue así como a partir de Giotto di Bondone (1266-1337), la iconografía se convirtió en una fuente inagotable de tesoros artísticos. Obras sublimes, hechas por tal cantidad de pintores que no alcanzaría este breve artículo para hacer una reseña completa. Valga nombrar, a sabiendas de que muchos talentosos artistas quedan por fuera de esta limitada lista, a grandes maestros como Filippo Brunelleschi, el beato Fra Angelico, Lorenzo Ghiberti, Donatello, Bertoldo di Giovanni, Jacopo Bellini, Rafael Sanzio, Sandro Boticelli, Vincenzo Foppa, Leonardo da Vinci, Ambrogio y Bernardino Bergognone, Bernardino Luini, Miguel Angel, Giorgio Vasari, Caravaggio, Fra Salvatore Foschi o Annibale Carracci.   

En la Modernidad, a pesar de la iconoclastia protestante, el Barroco y el Rococó fueron también pródigos en imágenes religiosas. Y, tal como en los inicios de la Iglesia, el arte fue muchas veces un medio elocuente y masivo de formación y elevación espiritual: una forma sencilla de hacer mejores personas a los espectadores, así se tratase de gentes sencillas y con escasa cultura artística. Especialmente diestros fueron Tiziano, El Greco, Jan Brueghel, José de Ribera, Peter Paul Rubens, Francisco de Zurbarán, Lorenzo Bernini y Bartolomé Esteban Murillo, por sólo citar algunos.

Lo interesante es que, pese a los ataques provenientes de las distintas formas de ateísmo incubadas en el siglo XIX y difundidas en el siglo XX, muchos pintores contemporáneos y aún algunos abanderados de las distintas vanguardias hicieron su contribución al arte religioso: sirvan de ejemplo José Madrazo, Eduardo Rosales, Alejo Vera, Domingo Valdivieso, Gabriel Rosetti, Edward Burne-Jones, John Everett Millais, Honoré Daumier, William Holman Hunt, Manuel Gómez-Moreno, Mihály Munkáczy, Salvador Dalí y Marc Chagall. El caso de Antonio Gaudí es de resaltar. Su religiosidad y devoción fueron profundas, y su estilo de vida, fecundo en virtudes cristianas. Ya es venerable, y está en proceso de beatificación.

La neoposmodernidad del siglo XXI, con su interesante recuperación del sentido de lo trascendente, lo sagrado y lo religioso, va de la mano con el renacer del arte sacro. Pintores como Thomas Kinkade, Jorge Sánchez Hernández, Thomas Blackhear, sor Isabel Guerra (monja cisterciense) y Francisco Javier Gómez Arguello (uno de los fundadores del Camino Neocatecumenal) son representativos. 

Así es como lo iniciado por san Lucas en el siglo I de nuestra era continúa, y con renovada fuerza, y no sólo por su valor estético, sino también por su tremendo poder transformador y curativo. Cada vez que alguien que sufre tiene la oportunidad de acceder a un ícono religioso, activa cierto tipo de fuerzas en su interior, y se ve empujado hacia la mejoría.

Cuando era estudiante de Medicina, observando hospitalizados, noté que si un enfermo tenía a su lado una imagen religiosa su pronóstico mejoraba. Fuese un crucifijo, un dibujo, una estatua, un grabado o una simple estampa, esa realidad tenía algo que provocaba en los pacientes distintas sensaciones y disposiciones psíquicas que los favorecía ostensiblemente. No solamente se morían menos. Se recuperaban con mayor velocidad, se sentían más tranquilos y optimistas frente a distintas intervenciones y al proceso mismo de hospitalización, conservaban el apetito y el gusto por la vida, conciliaban mejor el sueño y presentaban mejor ánimo que el resto de pacientes.

También fui descubriendo que lo anterior no dependía del material del que estuviera hecha la imagen. Ese lienzo, ese grabado, esa madera, ese plástico, ese papel, esa fibra de vidrio o ese yeso no provocaban per se los estados psíquicos positivos en el paciente. Era otro elemento el que entraba en juego: el hecho de representar a Jesucristo, o algún mártir o santo, o algún episodio bíblico inspirador. Eso era lo que tenía verdadero impacto.

Después, durante mi Internado y en los años en los que fui médico general, encontré que el poder sanador de los íconos aumentaba en estas circunstancias: el haber sido imágenes bendecidas, el tener el mártir o santo representado algún tipo de relación con el padecimiento del enfermo, el hecho de que esos íconos fueran prestados o donados por alguien destacado por su fervor espiritual.

Mientras estudiaba Neuropsicología y Neuropsiquiatría, seguí notando el efecto positivo de las imágenes religiosas en el ámbito clínico. Es más: muchos pacientes que en otros contextos se habían mostrado en extremo ansiosos o aprehensivos frente a ciertas pruebas, al tener la oportunidad de sacar una camándula o una estampa, o ver siquiera un crucifijo en el consultorio, se serenaban enormemente, y podían resolver exámenes y cuestionarios de manera mucho más eficiente y acertada.

Ya como residente de Psiquiatría, y a pesar de la oposición de algunos de mis profesores, era partidario de que los pacientes tuvieran a mano algún tipo de imagen religiosa. A los pacientes les encantaba, y de hecho me felicitaban por no coartarles el cultivo de su espíritu. Y, efectivamente, en más de una ocasión, comprobé cómo algunos casos que parecían perdidos (con quienes se había intentado todo tipo de maniobras terapéuticas de manera infructuosa, o en quienes había fracasado la combinación de varios medicamentos a dosis máximas) empezaban a evolucionar hacia la mejoría, al permitírseles ese contacto con su vida interior.

Tan pronto me gradué de psiquiatra empecé a notar otro elemento interesante: cuando compartía consultorio con algún colega ateo, o al menos indiferente frente a lo trascendental, el efecto positivo de los íconos religiosos en los consultantes se conservaba. Los pacientes de ellos también se beneficiaban: salían del consultorio más contentos y se recuperaban más rápido que aquellos pacientes que eran atenidos en consultorios carentes de iconografía. No era, pues, un fenómeno que dependiera de mí. Pero para terminar de constatarlo, hice entonces la prueba de retirar durante tres meses los dos cuadros (un rostro de Jesús y uno de san Benito Menni) y observé atentamente cómo se daban las cosas.

En efecto, al prescindir de dicha ayuda, mi trabajo se hizo bastante más árido y dificultoso. La técnica, el abordaje teórico (que era bastante sólido e impecable para cualquier par académico) y el mismo espacio físico en el que atendía seguían siendo los mismos, pero mi oficio empezó a parecerme agotador. Pero antes de sacar conclusiones apresuradas, hice otro experimento: reduje mi horario de trabajo a medio tiempo, empecé a ir al gimnasio, a frecuentar balnearios y hoteles agradables, a hacerme masajes relajantes y a salir con mi esposa a restaurantes de lujo. Nada. Mi labor seguía pareciéndome más dura que antes.

Como aún quería estar 100% seguro, revisé mi agenda. Quería descartar la posibilidad de que me estuviera costando más trabajo ejercer mi profesión por culpa de estar viendo pacientes más difíciles. En modo alguno. Eran los mismos nombres, las mismas personas. Es más: en esas últimas semanas había dejado de venir un paciente que, por su pesimismo, su discurso lento y sin gracia y sus rasgos maladaptativos de personalidad, era francamente aburridor. En definitiva: todos los pacientes que había atendido ese último trimestre eran personas optimistas, deseosas de avanzar en sus vidas, capaces de sostener un diálogo vivaz e inteligente, y poseedoras de rasgos bastante sanos de personalidad. Habían consultado para conocerse mejor, no tenían grandes problemas en sus vidas. Es decir, tampoco ahí estaba la causa.  

Decidido entonces a hacer la última prueba, volví a poner los cuadros. El resultado fue casi inmediato. Empecé a sentirme más ligero de carga. Me rindió mucho más el tiempo. La labor se me hizo más suave, divertida y fácil. Y lo mejor: los pacientes avanzaron en sus respectivos procesos de manera claramente más rápida, firme y eficiente.

Ha pasado una década desde entonces. Los íconos religiosos me acompañan dondequiera que atiendo, y no es una cuestión de gusto personal. En cada ciudad, con cada grupo social y aún en cada diferente cultura en la que he ejercido como psicoterapeuta, el resultado es el mismo: los pacientes y yo salimos claramente beneficiados.

No se trata solamente de algo restringido a comunidades cristianas católicas. Mis pacientes saben que soy católico practicante, y que abiertamente vivo mi fe. Pero muchos son ateos, agnósticos, no practicantes o cristianos protestantes (algunos de los cuales pertenecen a sectas en las que los respectivos líderes inculcan una verdadera animadversión hacia los íconos religiosos), y no sólo no le ven problema alguno a encontrar dichas imágenes en mi oficina, sino que, además, se manifiestan cómodos y a gusto. Todos ellos me han expresado que les parece adecuado, terapéutico, positivo, o por lo menos “bonito” y agradable. Varios de ellos sonríen con agrado al ver el cuadro del Jesús de la Divina Misericordia cuando abren la puerta de mi consultorio, y me felicitan por ser un hombre con buena vida espiritual.  

Asimismo, cuando he atendido a budistas, hinduistas, taoístas, judíos o musulmanes, jamás he notado en ellos malestar o disgusto. De hecho, algunas de las más calurosas felicitaciones que he recibido en mi carrera han provenido de dichos grupos. Les parece correcto que su psicoterapeuta sea un hombre de Dios y viva de acuerdo a sus creencias, y para rematar, al finalizar cada sesión, muchos me piden que ore por ellos.

Como he podido constatar a lo largo de tantos años haciendo psicoterapia, el mito de que los consultorios psiquiátricos deben ser paredes en blanco es un completo disparate. Tan erróneo como el mito de que los psiquiatras deben ser fríos y distantes, dizque para mantener la “neutralidad”. Tan ridículo como un colega que se complacía en exhibir un rostro impasible y no saludaba a los pacientes, con el tonto pretexto de que la calidez alteraba el acto terapéutico.

En la medida en que he podido esclarecer los elementos útiles para fortalecer la relación médico-paciente, y que he ido conceptualizando la psicoterapia formativa, veo como un hecho evidente en sí mismo que los íconos religiosos son de gran utilidad en el proceso, y que favorecen tanto al paciente (o la pareja, o la familia, o el grupo, según el escenario en que se realice) como al psicoterapeuta.

Lo curioso es que, hasta el momento, las únicas voces en contra del uso de las imágenes en la consulta psiquiátrica han provenido de unos pocos psiquiatras severamente trastornados, con vidas francamente infelices, improductivas e inestables. Son sólo un puñado de sujetos que, presos de sus propias neurosis, no pueden tolerar la diversidad ni son capaces siquiera de concebir el derecho constitucional a la libertad de culto: se trata de gente tan mezquina que, con tal de afincarse en sus posiciones, llega hasta a negar la evidencia científica. A los pacientes les beneficia enormemente el visualizar íconos religiosos, por distintas razones, pero como a ellos les fastidian los íconos, pretenden imponer su voluntad y negarles a los demás su derecho a la salud.

¿Qué han encontrado los psiquiatras que, a diferencia de esos obtusos colegas, han estudiado este fenómeno sin prejuicios, y han sido realmente exitosos en sus carreras? Carl Gustav Jung (1875-1961) halló que los íconos religiosos eran símbolos poderosísimos, que hacían emerger experiencias milenarias compartidas (arquetipos del inconsciente colectivo) y permitían a los pacientes acceder a la idea de totalidad, a la unión de los opuestos y a los aspectos más espontáneos y naturales de la psique, con lo que se lograrían la individuación y maduración de la personalidad. Richard Wilhelm (1873-1930) y Viktor Frankl (1905-1997) evidenciaron que los íconos podían impulsar a todos los seres humanos (no sólo los que asisten a una consulta psiquiátrica o psicológica) ser mejores personas (más colaboradoras, más genuinas y tolerantes) al mismo tiempo que satisfacían su sed (universal, por cierto) de trascendencia.

De otro lado, Joseph John Campbell (1904-1987) encontró que dichas imágenes religiosas conectaban lo mítico, lo psíquico y lo sacro, y permitían la emergencia de lo que Jung denominaba el arquetipo del héroe. Erich Neumann (1905-1960) describió su importancia en el desarrollo personal y la exploración de lo inconsciente conducente al descubrimiento del sí-mismo y la conciencia plena. Otros eminentes psicoterapeutas, como Jolande Jacobi (1890-1973), Barbara Hannah (1891-1986), Joseph Lewis Henderson (1903-2007), Marie-Louise von Franz (1915-1998) y Aniela Jaffé (1903-1991), comprendieron su utilidad a la hora de abordar el mundo interior (tan real como el mundo exterior) y descubrir, en el conocimiento de lo arquetípico, la vocación que cada persona tiene, y que permite dar sentido a la existencia.   

¿Qué he encontrado yo? Que los íconos religiosos relajan, serenan y tranquilizan. Que quien tiene la oportunidad de verlos, al menos unos segundos, se llena de optimismo, esperanza, alegría y paz espiritual. Que algunos personajes y escenas de la Biblia tienen tal fuerza, tal poder, que contemplarlos permite que las personas saquen a flote lo mejor de sí mismas: el coraje, la determinación y las ganas de sobreponerse a los problemas a los que se enfrentan. Que desencadenan, de forma muchas veces subliminal e inconsciente, dinamismos que permiten la integración psíquica, la elaboración y el aprendizaje que catapultan hacia una vida plena y feliz. Que son un oasis de armonía y belleza en un mundo que muchas veces es pródigo en desequilibrio y fealdad. Que provocan la alegría, el amor (a sí mismo, y al prójimo) y el deseo de cambio necesarios para posibilitar la transformación existencial buscada en la psicoterapia.


Referencias Bibliográficas

Henderson, J. (2003). Thresholds of Initiation. Asheville: Chiron Publications.
Henderson, J. y Sherwood, D. (2003). Transformation of the Psyche. New York: Brunner-Routledge.
Jacobi, J. (2019). Complejo, arquetipo y símbolo. Madrid: Sirena de los Vientos.
Jung, C.G. (2011). Psicología y Religión. Barcelona: Paidós.
Jung, C.G. (2011). Psicología y simbólica del arquetipo. Barcelona: Paidós.
Jung, C.G. (2010). Psicología y Alquimia. Bogotá: Editorial Solar.
Jung, C.G. (2009). Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona: Paidós.
Jung, C.G. (1995). El hombre y sus símbolos. Barcelona: Paidós.


*
David Alberto Campos Vargas

Médico y cirujano, Pontificia Universidad Javeriana
Especialista en Psiquiatría, Pontificia Universidad Javeriana
Neuropsiquiatra, Pontificia Universidad Católica de Chile
Neuropsicólogo, Universidad de Valpraíso
Filósofo, Universidad Santo Tomás de Aquino
Teólogo, Obispado Castrense de Colombia

Cómo citar este artículo: Campos Vargas, D.A. (2021) Íconos religiosos en Psicoterapia Formativa. Revista Virtual de Psicoterapia Formativa, Agosto de 2019.

EN BUSCA DE UN LENGUAJE VERDADERAMENTE INCLUSIVO E INCLUYENTE, por David Alberto Campos Vargas

EN BUSCA DE UN LENGUAJE VERDADERAMENTE INCLUSIVO E INCLUYENTE   David Alberto Campos Vargas, MD*   Introducción   Felizmente, y ...