ÍCONOS RELIGIOSOS EN PSICOTERAPIA FORMATIVA
David Alberto Campos Vargas, MD
El poder de lo simbólico es enorme. Las imágenes son
más contundentes aún que las palabras. El arte pictórico occidental y cristiano
no solamente constituye un tesoro cultural invaluable; también es un
complemento terapéutico que, en el marco de la psicoterapia formativa,
contribuye a fomentar múltiples elementos positivos de la personalidad, tanto
en el paciente como en el psicoterapeuta.
Los íconos religiosos son tremendamente útiles para despertar
y potenciar en los miembros del proceso psicoterapéutico la tranquilidad, el
optimismo, la esperanza, la paz espiritual, la integración psíquica, la alegría,
el deseo de cambio y el amor necesarios para alcanzar la plenitud existencial y
la felicidad que busca la psicoterapia formativa.
Son tantas las ventajas de dichas representaciones
religiosas, que aún en otros escenarios clínicos, correspondientes a otras
especialidades médicas, y aún con médicos sin ninguna filiación religiosa (o
con un sistema de creencias ajeno al Cristianismo), su poderosa influencia se
deja sentir, y contribuye a que los pacientes se sientan mucho más animados, serenos
y equilibrados, y tengan mejores desenlaces.
¿Qué son los íconos religiosos? Son obras de arte del
Cristianismo primigenio, en las que se representa a Dios (como Padre, como Hijo
o como Espíritu Santo, o en Su totalidad, como Santísima Trinidad), a la Virgen
María, a la Sagrada Familia (Jesucristo, Dios Hijo, junto con la Virgen y san
José, sus padres terrenos), a los mártires, a los santos, a los ángeles, y a
otros personajes de la Biblia y de la tradición cristiana. El primer creador de
íconos fue san Lucas, médico, pintor y evangelista.
San Lucas, al parecer originario de Antioquía (en la actual
Turquía), fue uno de los más brillantes conversos y amigos de san Pablo. Al parecer
era pariente del diácono Nicolás, y acompañó al apóstol Pablo en varios de sus
viajes. Pudo también conocer personalmente a María, a san Pedro (el primer
Papa), a san Juan y a casi todos los primeros discípulos de Jesucristo (gracias
a lo cual pudo narrar, en los Hechos de los Apóstoles, los inicios de la
Iglesia), así como a san Marcos (secretario de san Pedro y también evangelista)
y fue, efectivamente, el primero en retratar a la Virgen (con la que se
entrevistó en varias ocasiones, experiencia útil a la hora de redactar su
Evangelio, gracias a la cual pudo transcribir fielmente el Magnificat y rescatar detalles
de la vida de Jesús antes de que iniciara su vida pública).
San Lucas también hizo los primeros retratos de Jesucristo,
casi siempre como Divino Niño junto a la Virgen. Parece que también fue el
autor del Mandylion (la primera
imagen del Sagrado Rostro de Jesús) obsequiado por san Pedro y los otros discípulos
al rey Abgar de Edesa (un converso interesado en tener una idea fidedigna del
rostro del Señor, y, según la peregrina del siglo IV Egeria, también autor de
una supuesta carta dirigida a Jesucristo). Según algunas tradiciones orales, dicho retrato pudo haber llegado a Abgar través de san Judas Tadeo (uno de
los doce discípulos originales), san Pablo, san Bernabé o el propio san Lucas.
Para otros autores, como Addai y Mari de Mesopotamia, y Evagrio Escolástico, el
origen del Mandylion fue
completamente sobrenatural: una tela sobre la que, de manera milagrosa, Dios Hijo
plasmó la imagen de Su rostro, como si se tratase de una impresión. En ese orden
de ideas, la imagen de Edesa tendría, al igual
que la Virgen de Guadalupe, la peculiaridad de no haber sido pintado
por mano humana.
Al parecer, santo Tomás también llevó a los actuales Irán,
India y Pakistán (hacia donde fue a evangelizar después de Pentecostés) algunas
imágenes de la Virgen y el Niño Jesús pintadas por san Lucas, cuando estuvo
predicando en la corte del rey Gondofares (cuyo reino indo-parto tuvo como
capital a Kabul) y en varias ciudades de la costa de Malabar, en el actual
estado de Kerala, y de la costa de Coromandel, en el actual estado de Tamil
Nadu.
Estos primeros íconos (el Mandylion y los cuadros de san Lucas) fueron pronto replicados, y
repartidos entre las primeras iglesias y comunidades cristianas. El
cristianismo bizantino fue especialmente rico en la elaboración de dichas
representaciones de Jesucristo, la Virgen y otros personajes bíblicos. Algunas
de estas copias, de autores anónimos (muchos de ellos monjes, sacerdotes u
obispos) se conservan todavía, aunque lastimosamente muchas fueron destruidas
por musulmanes y algunos grupos iconoclastas bizantinos que nunca entendieron
la diferencia entre la iconodulía (veneración o cariño a las imágenes, que de
ningún modo es adoración) y la idolatría.
Entre la Edad Media y el Renacimiento, en la medida en
que el Imperio Bizantino colapsaba y el Islam se expandía, Oriente perdió su
dinamismo cultural y Occidente tomó la batuta. Fue así como a partir de Giotto
di Bondone (1266-1337), la iconografía se convirtió en una fuente inagotable de
tesoros artísticos. Obras sublimes, hechas por tal cantidad de pintores que no
alcanzaría este breve artículo para hacer una reseña completa. Valga nombrar, a
sabiendas de que muchos talentosos artistas quedan por fuera de esta limitada
lista, a grandes maestros como Filippo Brunelleschi, el beato Fra Angelico, Lorenzo
Ghiberti, Donatello, Bertoldo di Giovanni, Jacopo Bellini, Rafael Sanzio, Sandro
Boticelli, Vincenzo Foppa, Leonardo da Vinci, Ambrogio y Bernardino Bergognone,
Bernardino Luini, Miguel Angel, Giorgio Vasari, Caravaggio, Fra Salvatore
Foschi o Annibale Carracci.
En la Modernidad, a pesar de la iconoclastia
protestante, el Barroco y el Rococó fueron también pródigos en imágenes
religiosas. Y, tal como en los inicios de la Iglesia, el arte fue muchas veces
un medio elocuente y masivo de formación y elevación espiritual: una forma
sencilla de hacer mejores personas a los espectadores, así se tratase de gentes
sencillas y con escasa cultura artística. Especialmente diestros fueron Tiziano,
El Greco, Jan Brueghel, José de Ribera, Peter Paul Rubens, Francisco de
Zurbarán, Lorenzo Bernini y Bartolomé Esteban Murillo, por sólo citar algunos.
Lo interesante es que, pese a los ataques provenientes
de las distintas formas de ateísmo incubadas en el siglo XIX y difundidas en el
siglo XX, muchos pintores contemporáneos y aún algunos abanderados de las
distintas vanguardias hicieron su contribución al arte religioso: sirvan de
ejemplo José Madrazo, Eduardo Rosales, Alejo Vera, Domingo Valdivieso, Gabriel Rosetti,
Edward Burne-Jones, John Everett Millais, Honoré Daumier, William Holman Hunt, Manuel
Gómez-Moreno, Mihály Munkáczy, Salvador Dalí y Marc Chagall. El caso de Antonio
Gaudí es de resaltar. Su religiosidad y devoción fueron profundas, y su estilo
de vida, fecundo en virtudes cristianas. Ya es venerable, y está en proceso de
beatificación.
La neoposmodernidad del siglo XXI, con su interesante
recuperación del sentido de lo trascendente, lo sagrado y lo religioso, va de
la mano con el renacer del arte sacro. Pintores como Thomas Kinkade, Jorge
Sánchez Hernández, Thomas Blackhear, sor Isabel Guerra (monja cisterciense) y Francisco
Javier Gómez Arguello (uno de los fundadores del Camino Neocatecumenal) son
representativos.
Así es como lo iniciado por san Lucas en el siglo I de
nuestra era continúa, y con renovada fuerza, y no sólo por su valor estético,
sino también por su tremendo poder transformador y curativo. Cada vez que alguien
que sufre tiene la oportunidad de acceder a un ícono religioso, activa cierto
tipo de fuerzas en su interior, y se ve empujado hacia la mejoría.
Cuando era estudiante de Medicina, observando
hospitalizados, noté que si un enfermo tenía a su lado una imagen religiosa su
pronóstico mejoraba. Fuese un crucifijo, un dibujo, una estatua, un grabado o una
simple estampa, esa realidad tenía algo que
provocaba en los pacientes distintas sensaciones y disposiciones psíquicas que los
favorecía ostensiblemente. No solamente se morían menos. Se recuperaban con
mayor velocidad, se sentían más tranquilos y optimistas frente a distintas
intervenciones y al proceso mismo de hospitalización, conservaban el apetito y
el gusto por la vida, conciliaban mejor el sueño y presentaban mejor ánimo que
el resto de pacientes.
También fui descubriendo que lo anterior no dependía
del material del que estuviera hecha la imagen. Ese lienzo, ese grabado, esa
madera, ese plástico, ese papel, esa fibra de vidrio o ese yeso no provocaban per se los estados psíquicos positivos
en el paciente. Era otro elemento el que entraba en juego: el hecho de
representar a Jesucristo, o algún mártir o santo, o algún episodio bíblico
inspirador. Eso era lo que tenía verdadero impacto.
Después, durante mi Internado y en los años en los que
fui médico general, encontré que el poder sanador de los íconos aumentaba en
estas circunstancias: el haber sido imágenes bendecidas, el tener el mártir o
santo representado algún tipo de relación con el padecimiento del enfermo, el
hecho de que esos íconos fueran prestados o donados por alguien destacado por
su fervor espiritual.
Mientras estudiaba Neuropsicología y Neuropsiquiatría,
seguí notando el efecto positivo de las imágenes religiosas en el ámbito
clínico. Es más: muchos pacientes que en otros contextos se habían mostrado en
extremo ansiosos o aprehensivos frente a ciertas pruebas, al tener la oportunidad
de sacar una camándula o una estampa, o ver siquiera un crucifijo en el
consultorio, se serenaban enormemente, y podían resolver exámenes y
cuestionarios de manera mucho más eficiente y acertada.
Ya como residente de Psiquiatría, y a pesar de la
oposición de algunos de mis profesores, era partidario de que los pacientes tuvieran
a mano algún tipo de imagen religiosa. A los pacientes les encantaba, y de
hecho me felicitaban por no coartarles el cultivo de su espíritu. Y,
efectivamente, en más de una ocasión, comprobé cómo algunos casos que parecían
perdidos (con quienes se había intentado todo tipo de maniobras terapéuticas de
manera infructuosa, o en quienes había fracasado la combinación de varios
medicamentos a dosis máximas) empezaban a evolucionar hacia la mejoría, al
permitírseles ese contacto con su vida interior.
Tan pronto me gradué de psiquiatra empecé a notar otro
elemento interesante: cuando compartía consultorio con algún colega ateo, o al
menos indiferente frente a lo trascendental, el efecto positivo de los íconos
religiosos en los consultantes se conservaba. Los pacientes de ellos también se
beneficiaban: salían del consultorio más contentos y se recuperaban más rápido que aquellos pacientes que eran atenidos en consultorios carentes de
iconografía. No era, pues, un fenómeno que dependiera de mí. Pero para terminar
de constatarlo, hice entonces la prueba de retirar durante tres meses los dos
cuadros (un rostro de Jesús y uno de san Benito Menni) y observé atentamente
cómo se daban las cosas.
En efecto, al prescindir de dicha ayuda, mi trabajo se
hizo bastante más árido y dificultoso. La técnica, el abordaje teórico (que era
bastante sólido e impecable para cualquier par académico) y el mismo espacio
físico en el que atendía seguían siendo los mismos, pero mi oficio empezó a
parecerme agotador. Pero antes de sacar conclusiones apresuradas, hice otro
experimento: reduje mi horario de trabajo a medio tiempo, empecé a ir al
gimnasio, a frecuentar balnearios y hoteles agradables, a hacerme masajes relajantes
y a salir con mi esposa a restaurantes de lujo. Nada. Mi labor seguía
pareciéndome más dura que antes.
Como aún quería estar 100% seguro, revisé mi agenda.
Quería descartar la posibilidad de que me estuviera costando más trabajo
ejercer mi profesión por culpa de estar viendo pacientes más difíciles. En modo
alguno. Eran los mismos nombres, las mismas personas. Es más: en esas últimas
semanas había dejado de venir un paciente que, por su pesimismo, su discurso
lento y sin gracia y sus rasgos maladaptativos de personalidad, era francamente
aburridor. En definitiva: todos los pacientes que había atendido ese último
trimestre eran personas optimistas, deseosas de avanzar en sus vidas, capaces
de sostener un diálogo vivaz e inteligente, y poseedoras de rasgos bastante sanos
de personalidad. Habían consultado para conocerse mejor, no tenían grandes
problemas en sus vidas. Es decir, tampoco ahí estaba la causa.
Decidido entonces a hacer la última prueba, volví a
poner los cuadros. El resultado fue casi inmediato. Empecé a sentirme más
ligero de carga. Me rindió mucho más el tiempo. La labor se me hizo más suave,
divertida y fácil. Y lo mejor: los pacientes avanzaron en sus respectivos
procesos de manera claramente más rápida, firme y eficiente.
Ha pasado una década desde entonces. Los íconos
religiosos me acompañan dondequiera que atiendo, y no es una cuestión de gusto
personal. En cada ciudad, con cada grupo social y aún en cada diferente cultura
en la que he ejercido como psicoterapeuta, el resultado es el mismo: los
pacientes y yo salimos claramente beneficiados.
No se trata solamente de algo restringido a
comunidades cristianas católicas. Mis pacientes saben que soy católico practicante,
y que abiertamente vivo mi fe. Pero muchos son ateos, agnósticos, no
practicantes o cristianos protestantes (algunos de los cuales pertenecen a
sectas en las que los respectivos líderes inculcan una verdadera animadversión
hacia los íconos religiosos), y no sólo no le ven problema alguno a encontrar dichas
imágenes en mi oficina, sino que, además, se manifiestan cómodos y a gusto. Todos
ellos me han expresado que les parece adecuado, terapéutico, positivo, o por lo
menos “bonito” y agradable. Varios de ellos sonríen con agrado al ver el cuadro
del Jesús de la Divina Misericordia cuando abren la puerta de mi consultorio, y
me felicitan por ser un hombre con buena vida espiritual.
Asimismo, cuando he atendido a budistas, hinduistas, taoístas,
judíos o musulmanes, jamás he notado en ellos malestar o disgusto. De hecho, algunas
de las más calurosas felicitaciones que he recibido en mi carrera han provenido
de dichos grupos. Les parece correcto que su psicoterapeuta sea un hombre de
Dios y viva de acuerdo a sus creencias, y para rematar, al finalizar cada
sesión, muchos me piden que ore por ellos.
Como he podido constatar a lo largo de tantos años
haciendo psicoterapia, el mito de que los consultorios psiquiátricos deben ser
paredes en blanco es un completo disparate. Tan erróneo como el mito de que los
psiquiatras deben ser fríos y distantes, dizque para mantener la “neutralidad”.
Tan ridículo como un colega que se complacía en exhibir un rostro impasible y
no saludaba a los pacientes, con el tonto pretexto de que la calidez alteraba
el acto terapéutico.
En la medida en que he podido esclarecer los elementos
útiles para fortalecer la relación médico-paciente, y que he ido
conceptualizando la psicoterapia formativa, veo como un hecho evidente en sí
mismo que los íconos religiosos son de gran utilidad en el proceso, y que
favorecen tanto al paciente (o la pareja, o la familia, o el grupo, según el
escenario en que se realice) como al psicoterapeuta.
Lo curioso es que, hasta el momento, las únicas
voces en contra del uso de las imágenes en la consulta psiquiátrica han
provenido de unos pocos psiquiatras severamente trastornados, con vidas francamente
infelices, improductivas e inestables. Son sólo un puñado de sujetos que, presos
de sus propias neurosis, no pueden tolerar la diversidad ni son capaces
siquiera de concebir el derecho constitucional a la libertad de culto: se trata
de gente tan mezquina que, con tal de afincarse en sus posiciones, llega hasta
a negar la evidencia científica. A los pacientes les beneficia enormemente el
visualizar íconos religiosos, por distintas razones, pero como a ellos les
fastidian los íconos, pretenden imponer su voluntad y negarles a los demás su
derecho a la salud.
¿Qué han encontrado los psiquiatras que, a diferencia
de esos obtusos colegas, han estudiado este fenómeno sin prejuicios, y han sido
realmente exitosos en sus carreras? Carl Gustav Jung (1875-1961) halló que los
íconos religiosos eran símbolos poderosísimos, que hacían emerger experiencias
milenarias compartidas (arquetipos del inconsciente colectivo) y permitían a
los pacientes acceder a la idea de totalidad, a la unión de los opuestos y a los
aspectos más espontáneos y naturales de la psique, con lo que se lograrían la
individuación y maduración de la personalidad. Richard Wilhelm (1873-1930) y
Viktor Frankl (1905-1997) evidenciaron que los íconos podían impulsar a todos
los seres humanos (no sólo los que asisten a una consulta psiquiátrica o
psicológica) ser mejores personas (más colaboradoras, más genuinas y
tolerantes) al mismo tiempo que satisfacían su sed (universal, por cierto) de
trascendencia.
De otro lado, Joseph John Campbell (1904-1987)
encontró que dichas imágenes religiosas conectaban lo mítico, lo psíquico y lo
sacro, y permitían la emergencia de lo que Jung denominaba el arquetipo del
héroe. Erich Neumann (1905-1960) describió su importancia en el desarrollo
personal y la exploración de lo inconsciente conducente al descubrimiento del
sí-mismo y la conciencia plena. Otros eminentes psicoterapeutas, como Jolande
Jacobi (1890-1973), Barbara Hannah (1891-1986), Joseph Lewis Henderson
(1903-2007), Marie-Louise von Franz (1915-1998) y Aniela Jaffé (1903-1991), comprendieron
su utilidad a la hora de abordar el mundo interior (tan real como el mundo
exterior) y descubrir, en el conocimiento de lo arquetípico, la vocación que
cada persona tiene, y que permite dar sentido a la existencia.
¿Qué he encontrado yo? Que los íconos religiosos relajan,
serenan y tranquilizan. Que quien tiene la oportunidad de verlos, al menos unos
segundos, se llena de optimismo, esperanza, alegría y paz espiritual. Que
algunos personajes y escenas de la Biblia tienen tal fuerza, tal poder, que
contemplarlos permite que las personas saquen a flote lo mejor de sí mismas: el
coraje, la determinación y las ganas de sobreponerse a los problemas a los que
se enfrentan. Que desencadenan, de forma muchas veces subliminal e
inconsciente, dinamismos que permiten la integración psíquica, la elaboración y
el aprendizaje que catapultan hacia una vida plena y feliz. Que son un oasis de
armonía y belleza en un mundo que muchas veces es pródigo en desequilibrio y
fealdad. Que provocan la alegría, el amor (a sí mismo, y al prójimo) y el deseo
de cambio necesarios para posibilitar la transformación existencial buscada en
la psicoterapia.
Referencias Bibliográficas
Henderson, J. (2003). Thresholds of Initiation. Asheville: Chiron Publications.
Henderson, J. y Sherwood, D. (2003). Transformation of the Psyche. New York: Brunner-Routledge.
Jacobi, J. (2019). Complejo, arquetipo y símbolo. Madrid: Sirena de los Vientos.
Jung, C.G. (2011). Psicología y Religión. Barcelona: Paidós.
Jung, C.G. (2011). Psicología y simbólica del arquetipo. Barcelona: Paidós.
Jung, C.G. (2010). Psicología y Alquimia. Bogotá: Editorial Solar.
Jung, C.G. (2009). Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona: Paidós.
Jung, C.G. (1995). El hombre y sus símbolos. Barcelona: Paidós.
David Alberto Campos Vargas
Médico y cirujano, Pontificia Universidad Javeriana
Especialista en Psiquiatría, Pontificia Universidad Javeriana
Neuropsiquiatra, Pontificia Universidad Católica de Chile
Neuropsicólogo, Universidad de Valpraíso
Filósofo, Universidad Santo Tomás de Aquino
Teólogo, Obispado Castrense de Colombia
Cómo citar este artículo: Campos Vargas, D.A. (2021) Íconos religiosos en Psicoterapia Formativa. Revista Virtual de Psicoterapia Formativa, Agosto de 2019.